José Antonio Méndez es periodista
No sé quién la escribió, si Iriarte, Perrault, los hermanos Grimm o ninguno de los anteriores. Pero a mí, la fábula de la Gallina Marcelina me parece insuperable. Y a mis hijos también, que son la verdadera prueba del algodón. Ya saben: esa en la que una gallina y sus polluelos encuentran una semilla de trigo y piden ayuda a sus amigos para plantarla… aunque nadie acude. Más tarde, repiten la petición para recoger el trigo, para moler el grano, para amasar la harina y para cocer el pan, pero ni los más desocupados de la granja arriman el hombro.
Eso sí, a la hora de zamparse el pan, todos brindan sus parabienes a Marcelina y a los pollitos, aportan grandilocuentes consejos y esperan participar del banquete. Banquete, claro, al que Marcelina les cierra la puerta, por haberse comportado como ese siervo «negligente y holgazán» del Evangelio.
Hoy, cada vez son más los seglares, jóvenes y no tanto, que han encontrado la semilla de la evangelización digital y se han lanzado a proclamar la fe en las redes. Movidos por el Espíritu Santo y por un celo apostólico que ya supone un aldabonazo para las conciencias acomodaticias, casi sin medios, ni apoyos, este ejército de polluelos influencers está cosechando unos frutos de conversión que revelan, más que un buen hacer técnico, el sello inconfundible de la Gracia.
Y aunque la Iglesia, que es Madre, les acompaña desde las comunidades en las que viven la fe, en demasiadas ocasiones falta quien arrime el hombro de verdad. No así entre los que les dicen pomposamente cómo deben hacer las cosas, aunque luego no les faciliten la tarea.
Porque los seglares que tratan de evangelizar desde las redes no disponen de medios materiales financiados por las diócesis, ni viven en casas de las congregaciones. Son, somos, jóvenes, estudiantes, padres de familia… que necesitan, necesitamos, costear equipos para grabar, la gasolina cuando vamos a dar un testimonio a una parroquia o a un colegio, una sala donde grabar un pódcast, un patio para organizar un encuentro que pase de lo virtual a lo real… ¡Y cuántos de estos recursos podríamos brindarles desde nuestras instituciones diocesanas, religiosas o parroquiales!
No seamos como el siervo negligente y holgazán, ni como los perezosos de la granja. Entre nosotros están doña Marcelina y sus pollitos, afanándose por sembrar la semilla de la fe allí donde la gente está —las redes— en el lenguaje que la gente entiende —el audiovisual—. Y necesitan que arrimemos el hombro con palabras, con oración… y con medios materiales.