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Lo que la inteligencia artificial (IA) no sabe: una mirada desde la doctrina social de la Iglesia

La doctrina social de la Iglesia está viva y se actualiza permanentemente para responder a los problemas de cada época. También al de la inteligencia artificial

Si usted, lector, hace el ejercicio de preguntarle a una herramienta de inteligencia artificial qué opina sobre la existencia de Dios, es probable que su respuesta sea que no tiene respuesta. Si interroga a ChatGPT sobre sus sentimientos, le dirá que no los tiene y que no está programada para tenerlos; y ni siquiera se planteará el sentido del dolor, del amor o de la propia existencia. Resulta que el mito, como algunos la han calificado, de la inteligencia artificial es incapaz de suplir aquello que nos hace auténticamente humanos, como la emoción, la conciencia y el sentido de la trascendencia. 

En medio del debate entre tecnofóbicos —algunos, como el antropólogo Yuval Harari, consideran que la inteligencia artificial acabará con la civilización humana— y los optimistas tecnológicos —que creen que nos mejorará y dará un gran salto cualitativo hacia el progreso— están quienes, sin demonizarla, dicen que esta inteligencia artificial no es más que un nuevo hito en el proceso creador de la persona. Que necesita una regulación y, sobre todo, una profunda deliberación ética para su uso, para que, como ha ocurrido en otras épocas de la historia, la revolución creadora no atente contra su libertad, sus derechos sociales y laborales y contra su dignidad. Y en esto, la Iglesia tiene mucho que decir. Ya a finales del siglo XIX, el papa León XIII desarrolló, con la encíclica Rerum novarum, todo un pensamiento intelectual y pastoral para responder y corregir, desde la óptica del Evangelio, las fatales consecuencias de la revolución industrial en los trabajadores y sus familias. Este magisterio social, la doctrina social de la Iglesia (DSI), ofrecía unos principios, que se han ido actualizando a lo largo de los años, para iluminar la acción política, social y económica, dejando claro que si el progreso agrava las desigualdades y los conflictos o atenta contra la dignidad de la persona, no puede considerarse «verdadero progreso». 

Siglo y medio después, el papa Francisco insiste en los riesgos de estas contradicciones del progreso tecnológico, al tiempo que son muchas las instituciones que tratan de iluminar, sobre la base de la doctrina social de la Iglesia, para paliar los desajustes de su desarrollo.

Porque la doctrina social de la Iglesia está viva y se actualiza permanentemente para responder a los problemas de cada época. Y, una vez más, el algoritmo falla, puesto que, a la pregunta sobre qué dice la DSI sobre la inteligencia artificial, declara que «no tiene una posición específica sobre la misma, puesto que es un tema relativamente nuevo en comparación con los principios tradicionales de la doctrina». 

Por lo tanto, le recomiendo que acuda directamente, sin pasar por estas aplicaciones, a algunos de los textos que se han escrito en los últimos años, donde se habla explícitamente de la inteligencia artificial, sus efectos adversos y la necesidad de una regulación ética y jurídica que implique a todos los actores —gobiernos, tecnólogos, el mundo académico, organizaciones internacionales y organizaciones de desarrollo—. Entre estos documentos, están el discurso del Papa a los miembros del G7; sus últimas cartas para la Jornada Mundial de la Paz o la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales; o las propias Laudato si’ y Laudate Deum, en las que denuncia los excesos del paradigma tecnocrático. Fundamentales también los trabajos del Call for IA Ethics, una iniciativa lanzada por la Pontificia Academia para la Vida, junto a empresas tecnológicas, gobiernos y organizaciones internacionales, y distintos líderes religiosos mundiales, para reflexionar conjuntamente sobre cómo asegurar que el progreso tecnológico y la innovación digital prioricen la dignidad humana, la inclusión y la equidad. 

Seguramente sepan ustedes que la llamada inteligencia artificial es un banco enorme de datos que, a partir de cálculos algorítmicos, es capaz de localizar la información y reproducirla con una rapidez, precisión argumental y literaria que hace difícil su distinción de la creada por un ser humano; que ofrece la posibilidad de generar imágenes y vídeos difícilmente distinguibles de los reales; que, a base de entrenamiento, puede realizar diagnósticos médicos, predicciones meteorológicas o automatizar decisiones judiciales; y que compila y vuelca conocimiento a una velocidad inusitada, lo que le da la posibilidad de sustituir todas esas tareas paras las que los individuos necesitamos pensar. Y es ahí donde se encuentra uno de sus principales y múltiples riesgos.

Sin embargo, conviene dejar de mitificarla y no perder de vista que ese primer vocablo del compuesto inteligencia artificial solo es posible por obra de una inteligencia humana, por lo que es a su responsabilidad a la que hay que apelar para que los grandes conceptos no sean secuestrados. ¿De qué hablamos cuando hablamos de inteligencia? ¿Desde cuándo pensar es solo calcular?, se preguntaba el filósofo Francesc Torralba en la Fundación Pablo VI, durante el curso sobre los desafíos de la IA a la doctrina social de la Iglesia, organizado por la Comisión Episcopal de Pastoral Social de la Conferencia Episcopal Española (CEE). A lo que respondía que la inteligencia no puede entenderse sin su carácter «sintiente»: sin el amor o el dolor; sin la alegría o la angustia; sin el sentimiento de pérdida o el miedo a la muerte; sin el vacío existencial o la plenitud del alma. Ni tampoco sin su naturaleza «espiritual»; ese «latido metafísico, tan genuinamente humano», que despierta las grandes preguntas —¿Por qué vivo? ¿Para qué estoy? ¿Dónde está Dios?—, que la inteligencia artificial no solo no es capaz de responder, sino tampoco formular. 

Por eso, más allá de la necesaria regulación, de los códigos éticos y de los límites a su uso, es fundamental, como dice el Papa, la promoción de un paradigma que ponga en el centro a la persona, con su fragilidad y su fortaleza, su debilidad y su riqueza; y las obras humanas —y la inteligencia artificial lo es— al servicio de la obra de Dios. Ya lo dice la Laudato si’: «Un mundo frágil, con un ser humano a quien Dios le confía su cuidado, interpela nuestra inteligencia para reconocer cómo deberíamos orientar, cultivar y limitar nuestro poder». 

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