Escribir sobre la concesión de un Premio Nobel de Literatura con la conciencia tranquila es una forma harto extraña e infrecuente de escribir sobre el premiado. Cuando uno apuesta año tras año por el mismo nombre —como lo haría a un mismo número en la lotería— parece que las probabilidades de que lo gane se multiplican, si bien se trata de una falsa sensación en descargo de una conciencia que sabe que lo más probable es que ese escritor adorado —como tantos otros que lo merecían más que quienes lo ganaron— muera sin recibirlo.
En esta revista llevamos apostando por Jon Fosse desde 2020. En el mes de octubre de aquel año —desde el despecho de que no hubiera ganado— dábamos «nueve razones por las cuales deberías leerlo», y desde entonces no perdimos ocasión de recomendar cada una de sus traducciones al español. Tres años más tarde, la Academia Sueca ha hecho justicia —otros escritores podían merecerlo igual, pero nadie lo merecía más— y conceden el Nobel al escritor noruego por «su prosa innovadora y por dar voz a lo indecible». Entre las razones más importantes de nuestra apuesta continua por la literatura de Fosse exponíamos la rara circunstancia de que su obra es, en nuestros días —con todo lo que «en nuestros días» supone a estos efectos—, el testimonio más importante de la presencia de Dios en la literatura. Su gran aportación narrativa, Septología, puede entenderse —y leerse— como una gran oración: para Fosse escribir es como rezar; leer a Fosse puede ser como rezar; Fosse es católico.
El noruego escribió esta obra tras su conversión al catolicismo en 2012, después de una dura crisis personal y un oscuro periodo marcado por el alcoholismo. La impronta de la fe que ilumina, que da luz para poner verdad en los acontecimientos de la vida está muy presente en su argumento, dando al relato autobiográfico una acepción universal.
Quienes se adentren en la lectura de esta monumental novela en siete partes van a encontrar un vanguardismo acogedor, místico, desembarazado de toda norma de puntuación y marcado por la repetición de sintagmas en un rítmico, pero fluido diálogo interior transido de la reflexión sobre lo artístico, que quiere desentrañar las más íntimas preocupaciones humanas, todas ellas bajo el cobijo de la gran pregunta: el porqué de las cosas que nos sucedieron y nos suceden; una cuestión que sus protagonistas dirigen en última instancia a Dios, al que se entregan para recibir una respuesta y un sentido.
En Trilogía, la mejor puerta de entrada al escritor antes de abordar obras mayores en extensión y complejidad, se hacen presentes en poco más de 200 páginas todas sus cualidades formales, pero también temáticas. Vuelven a destacar las consecuencias de la constitución imperfecta del hombre, el empuje incesante de la tentación y la presencia de un poder redentor llamado amor.
Estos rasgos de forma y de fondo se han equiparado a Samuel Beckett —sin ser el propósito del noruego el absurdo— y a Henrik Ibsen —sin ser la desembocadura de ese diálogo de influencia dramatúrgica la destrucción, sino la redención—. Pero Jon Fosse despliega una voz propia inconfundible e inimitable que dirige hacia los temas que elevan las grandes obras a la categoría de clásicos.