Hace un mes Fernando Bonete, incombustible divulgador de cultura en redes sociales y otros foros, lanzó un elogio público y valiente —o público y, por eso, valiente— de La Mesías, acaso la serie que ha consagrado a los Javis como dos de los mejores narradores audiovisuales del país. Su columna, que leímos con admiración, nos da pie para iniciar un diálogo abierto con su autor. Dos cosas nos chocaron entonces: su afirmación de La Mesías como la mejor serie española de todos los tiempos, algo «poco discutible» según él; y aquello que dijo sobre la libre interpretación de la misma. En cuanto a lo primero, no conviene afirmar con tanta rotundidad que sea LA mejor de todos los tiempos, por más que compartamos con él nuestro entusiasmo por la serie, sin justificarlo con criterios objetivos. Ahí están Crematorio y Antidisturbios, que cita, pero también otras como Arde Madrid, Hierro o Reyes de la noche. El terrorismo ha conocido obras maestras en Patria, vista por todos, y en La línea invisible, centrada en el primer asesinato de la banda. El fin de la comedia, narrativamente impecable; Qué fue de Jorge Sanz, difícil de catalogar o La veneno, de los mismos Javis; y otras tantas que dejamos por falta de espacio —y conocimiento— pero de las que se dijo que también eran las mejores de todos los tiempos. Quizá se pueda afirmar, y esto sí es calculable, que es la mejor serie del año; o que la ficción española vive una época dorada. Porque es verdad.
Sobre lo segundo, dice Bonete que cualquiera, en función de su postura vital, verá en ella lo que mejor se le adapte, como si los Javis hubiesen hecho una obra aséptica que cada uno puede llenar a placer según le encaje. Creemos, con Bonete, que es una serie sobre la fe, pero escrita por unos Javis con una intención muy clara: la de decir, con claridad y sin complejos, que no, no toda la fe es fanatismo. Cuesta ilustrarlo sin spoilers, pero ahí está el precioso personaje de Irene, herida en su infancia por ese hogar delirante en el que crece, impidiendo a su hermana ir a la Iglesia y culpando a la fe de todo el dolor que ha vivido. Y ahí está esa misma Irene, poco después, no solo dándole su permiso, sino entrando ella también en el templo, acaso sea como mera acompañante. Signo inequívoco de que descubre, en su proceso, que una cosa es la fe y otra bien distinta el trastorno fantasmagórico que ha conocido. La fe salva o, a lo menos, es inofensiva; el fanatismo no, y puede llegar a destruir irremediablemente a la persona. He aquí un gesto que, por cerrar con broche de oro la serie, nos habla bien claro de que ni es lo mismo fe que fanatismo ni cualquiera debe, llegado el caso, interpretar con ojos propios la intención última de sus creadores.