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María Blanchard: una piadosa pintora, por Alfonso V. Carrascosa

María Blanchard ha salido a la palestra no por el 8-M, sino por el Museo del Prado ha comprado uno de sus cuadros, La Boulonnaise, estando el grueso de su obra en el Reina Sofía. Por dicho motivo se ha escrito sobre su persona y su actividad, eliminando como siempre su faceta religiosa. Por ello puede venir bien presentarla incluyendo su catolicismo para tener una certeza más de que se puede ser mujer y artista de vanguardia al tiempo que profundamente católica.

La  santanderina María Gutiérrez Blanchard nació en 1881 –el mismo año que Picasso– y se conoce como María Blanchard por el apellido que le dejó su madre francesa de Biarritz y ascendencia polaca. María se codeó con los grandes del cubismo, incluído Picasso, que terminó practicando el ateísmo y el comunismo: María no hacía acepción de personas, como la Iglesia Católica. «Cambiaría toda mi obra por un poco de belleza», se lamentaba María Blanchard, que padeció una terrible cifoescoliosis, enfermedad degenerativa que, provocándole un gran sufrimiento, acabó por retorcerle completamente el cuerpo. «Su deformidad corporal parece haber sido para ella un motivo de incesante sufrimiento. Se vio siempre excluida de todas las formas normales de la vida, y solo en muy escasa medida supo hallar un sustitutivo en su arte o, hacia el fin de su vida, en la religión», dijo el crítico y poeta Gabriel Ferrater.

Poco después de su muerte en 1932, nada menos que Federico García Lorca pronunció su ‘Elogio a María Blanchard’ en un homenaje en el Ateneo de Madrid, que este 2021 sigue celebrando su 200 aniversario:  «Yo no vengo aquí ni como crítico ni como conocedor de la obra de María Blanchard, sino como amigo de una sombra…Su lucha fue dura, áspera, pinchosa, como rama de encina, y sin embargo no fue nunca una resentida, sino todo lo contrario, dulce, piadosa y virgen». Terminaba Lorca elogiando su cabellera -«la mata de pelo más hermosa que ha habido en España» dijo- sus magistrales manos, sus hermosos ojos… Ramón Gómez de la Serna, que la incluyó en la exposición ‘Pintores íntegros’, señalaría «la más grande y enigmática pintora de España».

Se sabe que ayudaba a mendigos, prostitutas, pobres y tullidos –como san Juan de Dios, cuya onomástica se celebra también el 8-M- a quienes llegaba a acoger en su casa e incluso a retratar. De extraordinaria sensibilidad artística, y para muchos críticos figura clave del cubismo –al que dicen que aportó rigor formal, austeridad y dominio del color- pasó desapercibida y eclipsada por Picasso, Braque y Juan Gris , con los que tuvo relación profesional y de amistad.

De hecho, la muerte de Juan Gris en 1927 sumió a  María en una profunda crisis que influyó en su pintura, dicen, que haciéndola más poética. Fue este acontecimiento el que marcó su vuelta a la práctica católica intensa. Por su parte recoge Juan Carlos Rodríguez en Vida Nueva que  Carmen Bernárdez, profesora titular del Departamento de Arte Contemporáneo de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense de Madrid dice que «En 1927, tras la muerte de Juan Gris, volvió ella a la práctica católica –dice su biógrafo Bernárdez–, en parte por la pérdida del amigo, aunque también por una crisis espiritual que muchos experimentaron y había alentado las conversiones de Max Jacob, Pierre Reverdy, Severini, Claudel, Rivière o Jean Cocteau. Se dejaba sentir la influencia de Jacques Maritain, también convertido al catolicismo y vinculado a L’Action Française, que pudo llegar a Blanchard a través de los Rivière o de Severini».

Tras su experiencia cubista, regresó a la figuración con obras maestras como ‘La comulgante’, de clara significación católica, causa del gran éxito que obtuvo en el 32º Salon des Indépendants, celebrado en París en 1921.

Misticismo, espiritualidad y realismo

Se adentró  en una etapa de misticismo, de espiritualidad y de realismo. Decía de nuevo de ella Ramón Gómez de la Serna, en su libro ‘Pintores íntegros’: «El alma de María era, sin embargo, tan española que necesitaba llenar de misticismo su bóveda románica y, después de su éxito, sentía que le quedaba íntegro y sin solución el gran espacio de un alma religiosa, entre ermita e iglesia en las afueras de la pintura». Tanto fue así que llegó a abandonar los pinceles por sus “escrúpulos de conciencia”, para dedicarse a los más necesitados. ¡Fue su confesor en París, el padre Alterman, quien la convenció la convenció volver a la pintura porque no contradecía a Dios!.

A todo esto María Blanchard provenía de una familia atea. Su biógrafo Ferrater indica en 1925: «El caso es que, poco antes o poco después de su conversión, entró la pintora en estrecha relación con la familia del escritor Jacques Rivière, a cuya hija dio lecciones de pintura. En aquel ambiente de escritores católicos, la religión fue convirtiéndose en el centro de su vida espiritual». La profesora Bernárdez dice de María que «en su pintura solo hallamos un motivo religioso explícito, San Tarsicio (1930-1931), retrato que inspiró el poema de Paul Claudel». Aunque muchos han visto en sus versiones de maternidades –como la extraordinaria Maternidad oval (1921-1922) que se puede ver en Madrid– un recurrente motivo religioso, pleno de espiritualidad, ternura y sensibilidad, marcada por su propia experiencia vital: la de nunca poder ser madre por su enfermedad.

María no sólo fue de misa diaria hasta el final de sus días, cuando le costaba horrores el caminar, sino que dió regularmente fondos al orfelinato de la zona,  atendió a los mendigos que llamaban a su puerta enviados por algún convento de la zona. Cuentan que en su última Navidad antes de morir, gastó parte de sus recursos, ya no tan abundantes como llegaron a ser, en proporcionar comida y juguetes a varias familias de su entorno. Los pobres la llamaban «la angelical jorobada».

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