Eusebio Hernández Sola, OAR es obispo emérito de Tarazona. Fue oficial de la entonces Congregación para la Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica
Hace unas semanas, visitando EDICE, me encontré con el director de ECCLESIA y me recordó la sección que tienen los obispos eméritos en la revista, y me invitó a escribir. He leído algunas reflexiones de nuestros eméritos y me han parecido excelentes. Cuentan su nuevo servicio pastoral, su paso a una vida más sosegada, pero activa y llena de ilusiones y deseos de servir.
También había pensado escribir algo semejante, pero con la peculiaridad de que he vuelto a mis orígenes vocacionales, es decir, a retomar mi vida consagrada en la Orden de Agustinos Recoletos. No es que la hubiese olvidado como obispo en Tarazona, pero sí resituada en la nueva condición, en una diócesis con pocos religiosos sacerdotes, ninguno de mi orden.
Pero dedicaré estas líneas a mi primera jubilación, como oficial de la Congregación para la Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica.
Me jubilé de aquel dicasterio en marzo de 2011, después de más de 35 años. Años que merecen un recordatorio, porque se intentó llevar a la práctica los documentos conciliares y posconciliares. El Papa nos ha invitado, de cara al Año Jubilar de 2025, a releer y actualizar las cuatro grandes constituciones: Dei Verbum, Sacrosanctum Concilium, Lumen gentium y Gaudium et spes.
Inicié mi servicio el 3 de noviembre de 1975, bajo la guía del cardenal Eduardo Pironio, prefecto entonces, y beatificado recientemente en su querido santuario de Luján (Argentina). Fueron años de intensa actividad. Los institutos religiosos fueron pioneros y fieles ejecutores de las directrices del Concilio y de los documentos posconciliares como el decreto Perfectae caritatis y el motu proprio Ecclesiae sanctae. Todos estos textos intentaron promover la renovación espiritual de los institutos religiosos y de la misma vida y disciplina de sus miembros.
La congregación impulsó este proceso de aggiornamento. Para ello, todos los institutos religiosos, sociedades de vida apostólica, institutos seculares y vida contemplativa fueron invitados a celebrar sus capítulos generales para que revisasen sus constituciones, y pusiesen con más claridad y evidencia su específica espiritualidad carismática, su particular misión apostólica en la Iglesia y su configuración propia de gobierno.
Esta revisión fue larga en el tiempo y profunda en su estudio histórico, carismático y jurídico. Se motivó a que los principios evangélicos y teológicos propios de la vida consagrada fuesen acompañados por la espiritualidad propuesta por sus fundadores y por las sanas tradiciones, lo que constituía el patrimonio de cada instituto; y todo ello apoyado en normas jurídicas que definiesen la naturaleza, fines y medios de cada instituto. Recuerdo que todos celebraron sus capítulos generales especiales para responder a esta llamada conciliar. Iluminaron este trabajo con los cuatro documentos conciliares mencionados, especialmente con Lumen gentium (capítulos 5 y 6).
Como es lógico, la elaboración de las constituciones conllevaba el estudio, la revisión y la aprobación por parte del dicasterio romano. En este camino, se sintió la necesidad de acompañar con estudios, reflexiones que iluminasen y respondiesen a los nuevos signos de los tiempos. Se tuvieron numerosas reuniones con los superiores y superioras generales y provinciales. Cada semana, además, teníamos encuentros con los obispos en sus visitas ad limina, y casi todos los años celebrábamos las Plenarias del dicasterio. Fruto de estas, surgieron documentos de enorme importancia para la vida consagrada y la Iglesia, como son, entre otros, Mutuae Relationes (1978), Religiosos y promoción humana (1980), Colaboración entre los institutos para la formación (1999) o Caminar desde Cristo: un renovado compromiso de la vida consagrada en el tercer milenio (2002). A estos documentos preparados por el dicasterio y aprobados por el Santo Padre, hay que sumar dos especiales, promulgados por san Juan Pablo ll, como son el Código de Derecho Canónico (1983) y Vita consecrata (1996).
Hay veces que me he preguntado si eran fruto de la situación que afrontaba la vida consagrada, o ayudaban a iluminar y sensibilizar a la misma vida religiosa ante esas nuevas situaciones culturales, sociales y eclesiales. Tal vez ambas cosas. Considero que con la doctrina del Concilio Vaticano II, los documentos posteriores mencionados y estudios en torno a los mismos, se ha ido elaborando orgánicamente la teología de la vida consagrada.
Bastan estas breves referencias a la vida y a los documentos que tienen una directa relación con la vida consagrada para comprender el dinamismo de aquellos años. Sin olvidar la atención y cuidado prestado a la vida contemplativa en los numerosos monasterios de todo el mundo y que también hicieron su camino de renovación.
Es cierto que en medio de esa vida pujante y dinamizadora, tenemos que señalar decepciones y abandonos de la vida religiosa. Constituyeron momentos dolorosos, pero, tal vez, sirvieron para clarificar esta vocación en el nuevo mundo.
En aquellos años, también fue muy significativo el trabajo de la Unión de Superiores y Superioras Generales (USG y UISG); de la CLAR, para América Latina; UCESM, para Europa; y las conferencias nacionales. Sirvieron para unir fuerzas y afrontar juntos tantos desafíos y retos que la sociedad y la misma Iglesia iba presentando. Con la caída del Muro de Berlín también surgieron estas conferencias en aquellos países que necesitaban una especial ayuda, iluminación y comunión ante la nueva y compleja situación social y eclesial. Me tocó más directamente seguir de cerca el caminar de estos organismos.
Aunque tampoco faltaron momentos de tensión y dificultades, no hay duda de que dieron viveza y empuje a la vida consagrada y, en general, a la vida de la Iglesia. También los conflictos pueden ayudar a crecer y a discernir mejor ciertas situaciones sociales y eclesiales.