No es extraño que en estas fechas haya una cierta aridez de espíritu. Tiene que ver con la nostalgia, los recuerdos de las Navidades pasadas, de lo que fue y ya no será, pero también con el insaciable morder de un supuesto espíritu navideño de consumo de luces artificiales, de anuncios y compras.
Este año, además, parece que puede más la realidad de un mundo azotado por la guerra, el dolor y la injusticia. Por la memoria del sufrimiento en la Tierra Santa de Jesús. Por la muerte que golpea con violencia en Ucrania. Por tantos lugares de nuestro mundo oprimidos por el miedo de la injusticia. Por los mares a los que caen los cadáveres de los migrantes.
La aridez tiene que ver con el agotamiento, con el hartazgo, con la falta de paz y de verdadera luz.
¿Cómo sostenerse en medio de tanto dolor? ¿Cómo hacer para no olvidar que el Niño Dios que nace nos trae esperanza y amor? ¿Cómo incluso levantar algo el espíritu —sursum corda— y no caer en ser el cascarrabias de estas fechas? ¿Cómo para que realmente estos días traigan algo de su sentido de bondad y de ilusión?
Necesitamos tres palabras. Paciencia. Esperanza. Y empeño.
La paciencia de saber esperar. De que el tiempo pone las cosas en orden. En paz. Paciencia ante lo que hay, sabiendo que todo pasa. Y orar por ello.
La esperanza confiada de que el mañana será mejor. La esperanza es capaz de transformar el hoy y el ahora. Creer que hay primaveras tras los inviernos hace que los inviernos se vivan de mejor modo. Esperanza en que la vida siempre puede más que la muerte.
Y empeño. Empeñarse en que las cosas pueden ser de otro modo. Empeño para hacer todo lo que podemos hacer para que el mundo cambie. Empeñarse en amar, en actuar, en implicarse. Empeño que significa esfuerzo, voluntad, ánimo.
Paciencia, esperanza y empeño.