Sacerdote y escritor, a Pablo d’Ors se le ha querido —o detestado— por una cosa o por la otra, rara vez por ambas. Él ha sufrido durante décadas esta dualidad, pero asegura haber dejado atrás definitivamente la brecha de sí mismo con Los contemplativos (Galaxia Gutenberg), como si fuera el manifiesto de un sistema cerrado y una vida bien cuadrada. Con fama de heterodoxo y gusto por los saberes orientales, cuando la tiranía del titular deja paso a la escucha de la verdad, no es tan fiero como lo pintan: lo tiene todo muy claro y perfectamente integrado en Dios. No en vano es consejero del Consejo Pontificio de la Cultura por expresa designación del papa Francisco. Recibe a ECCLESIA en su «casón de Mirto» —como describe en uno de sus cuentos—, una nave industrial reformada en edificio de tres plantas con gusto por el arte, el minimalismo y la modernidad, en la que él ocupa un modesto apartamento con ambiciosa biblioteca. Encendemos una vela, tomamos agua y empezamos la muy agradable conversación.
—¿Quién se puede permitir, con los horarios y afanes de hoy, ser un contemplativo?
—Tradicionalmente, lo contemplativo se suele asociar con lo monástico, es decir, con apartarse del mundo y de su ruido, pero realmente no tiene por qué ser así. Hemos llegado a un momento donde nos damos cuenta de que la contemplación o la interioridad —como también se dice hoy— es para todos, no solamente para unas cuantas almas selectas. Yo llevo planteando más de una década que, igual que desde el Concilio Vaticano II ha habido una divulgación de la palabra de Dios y ahora todo el mundo puede tener una Biblia en su casa, hoy también ha llegado el momento de divulgar el silencio. La mística no es un patrimonio de cuatro locos que tienen experiencias muy especiales, todos tenemos la posibilidad de alcanzar un contacto con lo más genuino. Los contemplativos obedece a esta convicción.
—¿No cree que uno de los problemas de nuestra sociedad es que ya nos miramos demasiado a nosotros mismos?
—En mi opinión, lo que sucede realmente es que no nos miramos bien. Miramos, pero no sabemos ver correctamente. La realidad que usted describe respondería más a una sociedad de ensimismados. Es probable que seamos individuos muy egocéntricos, muy centrados en nuestros propios intereses, sí, pero contemplar es otra cosa: fundamentalmente, no actuar en primera instancia. Retener ese impulso que tenemos de intervenir. En segunda instancia, la motivación: no actuar fuera para actuar dentro. Si no hacemos algo es para trabajarnos por dentro. Primero busque el reino de Dios y luego, ya su justicia. Pero, primero, dentro. Luego, ya veremos.
Desde el Concilio Vaticano II ha habido una divulgación enorme de la Palabra; hoy, ha llegado el momento de divulgar también el silencio
Pablo d’Ors
—¿Y cuál es ese trabajo que hay que hacer en nuestro interior?
—La mirada amorosa. Contemplar es mirar amorosamente. Y de eso sí que estamos necesitados. Si no miramos amorosamente, pues miramos con juicio, con condena, con discriminación… Por eso creo firmemente que esa mirada amorosa, esa contemplación, es lo que nos hace falta.
—Nunca se ha hablado tanto de amor y se ha percibido tan poco en la relación entre los hombres…
—Porque confundimos amor con cariño. En nuestra sociedad se piensa que el amor es un sentimiento y no lo es: el amor es una comprensión espiritual. Por ejemplo, yo puedo amar a mi enemigo, pero difícilmente le puedo tener cariño. ¿Y por qué le puedo amar? Pues no porque me acompañe mi sentimiento, que no puede ser bueno hacia él, sino porque comprendo que él está donde está, es como es y merece ser respetado y querido así, aunque haga cosas terribles. Y eso es una comprensión espiritual, no un sentimiento. Vivimos en una sociedad donde lo sentimental y lo emocional está muy exacerbado y, de ahí, la confusión terminológica.
—¿La meditación sirve para superar estas superestructuras de exaltación sentimental?
—Entre otras cosas, creo que la meditación sirve justamente para esto: para darte cuenta de que tú no eres tus sentimientos. Tú puedes sentir una cosa, sí, pero el sentimiento es un subproducto de pensamientos. Por tanto, si cambias de pensamientos, sientes de manera diferente. La meditación en silencio conduce a desidentificarte de los pensamientos y los sentimientos que tú tienes, pero que no eres, y a identificarte con lo más profundo: el alma, es decir, Dios en ti.
—No parece el mejor escenario para encontrar lectores dispuestos a sumergirse en una obra tan profunda como la suya…
—Está mal que yo lo diga, pero creo que Los contemplativos requiere de lectores inteligentes. Es un libro más difícil de lo que parece, porque lleva una metralla de contenido muy importante. Espero que los lectores no sean lectores precipitados, que se pierdan en la anécdota… Pero bueno, cuando el libro se echa a volar, tiene su propio destino. Yo soy un escritor más bien de ficción, de narrativa, pero mis incursiones en el ensayo, que siempre han sido bastante testimoniales, bastante biográficas —por ejemplo, Sendino se muere o Biografía del silencio—, son las obras que más reconocimiento han tenido. Evidentemente, el público interesado por lo espiritual o lo religioso no está tan habituado a la ficción, y, en ese sentido, este libro es un paso de riesgo. Vamos a ver si se quedan a cuadros o si se quedan con ganas de entrar más a fondo.
—No es difícil imaginar la tensión entre escribir unos cuentos de tesis y una querencia que acaba descarrilando hacia la pura literatura, con vida propia más allá de los planes iniciales…
—Me gusta esta observación, porque Los contemplativos no solo quiere ser literatura: es literatura. Yo lo pongo en relación con Sauce ciego, mujer dormida, de Murakami, o con El libro de los amores ridículos, de Kundera, colecciones de cuentos que también tienen conexión entre sí y que presentan finalmente una tesis sobre la vida. Este libro es una exploración en la identidad humana a partir de egos imaginarios. El hilo del que he tirado es el que plantea Jalics, mi maestro, en su libro Ejercicios de contemplación. Pero que son los grandes temas humanos: el dolor, el perdón, el vacío, ¿no? Evidentemente, la literatura luego tiene su propio impulso y lo que sale es esto, cuentos parabólicos o incluso koan –en el mundo del zen– que te dejan pensando, pero no son cuentos con una moraleja, sino más bien para que uno explore.
—¿Cómo es la existencia entre la mirada del sacerdote y la mirada del escritor?
—El verdadero sacerdote, la auténtica persona religiosa es aquella para la que nada de lo humano le es ajeno. Uno se hace cargo escuchando a los demás y, sobre todo, escuchándose a sí mismo, de que nuestra alma es poliédrica. Durante mucho tiempo ha sido para mí un conflicto compaginar la mirada del artista con la mirada del religioso. Hoy ya no lo es. Me ha costado 40 años, pero ya lo tengo integrado, porque siento que mística y poética, experiencia y expresión, religión y arte, literatura y sacerdocio son dos caras de la misma moneda. De alguna manera, el artista busca decir «yo», «este es mi punto de vista», «esto es un Paul Klee», «esto es un Picasso»… El artista tiene su perspectiva y el hombre religioso busca decir «Dios». Lo que he ido descubriendo a lo largo de mi trayectoria, sobre todo por medio de la meditación y la oración, es que no podemos decir «Dios» de verdad sin decir «yo». Es decir, que el autoconocimiento, en última instancia, lo llamemos así o no, es conocimiento de Dios.
—¿Diría que Los contemplativos es el resultado de este descubrimiento de la armonía?
—Sí, pienso que, por fin, a mis 60 años, he publicado el libro que yo siempre quería haber escrito. De alguna forma, todo lo que he escrito antes me ha preparado para escribir esto, donde precisamente se funden el mundo de lo espiritual y el mundo de lo literario, de una manera, creo, muy sencilla y al mismo tiempo muy rotunda, y confío que profunda. Por eso ya no tengo este conflicto. Es decir, no condeno lo que antes a lo mejor podía condenar, sino que lo acepto, lo integro, lo amo y es así como queda redimido y queda dentro del proyecto de Dios.
—Y, desde esa literatura sin conflicto, ¿piensa que el arte es capaz de trascender a la teología a la hora de evangelizar o incluso de abarcar el mundo?
—La teología, hoy, difícilmente evangeliza, porque se ha convertido en algo para especialistas. Pasa como con casi todas las ciencias o disciplinas, que ya llegan a un lenguaje de tal tecnicismo que pierden al lector común. Cuando la teología se separa de la espiritualidad, pierde lo que tiene que ser y se convierte en otra cosa, o sea, un puro raciocinio. Teología de rodillas. En cambio, la literatura tiene un poder de transformación y de impacto en las biografías de los lectores muy grande. Son ámbitos distintos y complementarios, pero, de cara a tocar el alma, siento que la literatura es más poderosa y más eficaz que la teología, tal y como hoy la entendemos.
—Acaba de escribir el libro que anheló durante toda su vida. Para usted ya es un éxito, pero ¿qué consideraría un éxito de Los contemplativos fuera de usted?
—Desde un punto de vista más íntimo, sería un éxito que se trabajaran los cuentos igual que muchos lectores han trabajado Biografía de la Luz, que se ha tomado como libro de estudio para muchos grupitos y personas. Consideraría un éxito que algunos lectores llegaran a leerlo como leía yo a Hermann Hesse con 15 años, es decir, que les ayude a pensar en su vida. Ese sería el éxito, digamos, existencial. Y el éxito literario sería que se apreciara que, con este libro —lo digo con modestia, pero también con convencimiento—, comienza un tipo de literatura que yo he llamado Literatura de la Luz, que no existe y ese es su valor fundamental. Porque realmente no hay ficciones narrativas que ayuden a las personas a, por ejemplo, morir. Cuando estaba de capellán en el hospital, la bibliotecaria me decía: «Dame libros que pueda dar a los enfermos que se están muriendo, a los terminales». Pero, ¿qué ficción le vas a dar? Si todas son ficciones enamoradas del oscuro y de la sombra. Narraciones que se abran positivamente a la condición humana no hay, o hay poquísimas. Me gustaría que la crítica literaria percibiera que aquí hay una apuesta literaria que merece su atención.
—Sin ser moralista.
—Sin ser moralista, claro. No es decir «hay que ser bueno», no, no, no es eso, sino dar una imagen más justa del ser humano. Esta literatura es una literatura luminosa porque prácticamente todos los relatos te dejan con buen sabor de boca, te dejan confiando en la naturaleza humana, en la condición humana, que no está perdida y que hay esperanza. No he escrito estos cuentos para generar esperanza, porque creo que el escritor no debe ser un moralista, sino que debe ser un registrador de la humanidad, un notario de lo que nos sucede en el alma. Creo que la mirada tiene que ser lo más profunda que uno pueda para dar cuenta de todo lo oscuro, pero también —y sobre todo— de lo luminoso, que es más abundante y más real.
—Habla usted de la versión occidental del yoga, ¿es la crisis de Dios una cuestión puramente europea?
—Básicamente. La inmensa mayoría de la humanidad sigue creyendo en Dios, pero se tiende a creer que los demás piensan como nosotros, y no. Incluso muchos más europeos de lo que nos venden creen en Dios, porque creen en el misterio de la luz y del amor. A lo mejor no lo formulan en lenguaje tradicional, pero eso no significa que, detrás, no esté latiendo esa confianza básica en que el mundo no es caótico ni arbitrario ni un sinsentido.
—¿Sería, entonces, más una crisis de cristianismo en Europa?
—Yo creo que sí. Es una crisis de Iglesia, desde luego, pero también una crisis de religión y de cristianismo. ¿Por qué? Porque están en crisis el Padre y el Hijo, pero no el Espíritu. A partir de Freud matamos al padre y todo lo que tenga que ver con la autoridad y jerarquía es puesto bajo sospecha por principio. Entonces, lógicamente, la figura del Padre está en crisis. La figura del Hijo también lo está, sobre todo porque la espiritualidad habla hoy de un Dios transpersonal, no simplemente personal. Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, por supuesto, y además es mucho más. Le voy a poner un ejemplo: cuando imparto un retiro, si empiezo diciendo «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», la gente se pone nerviosa. Es así. Pero cuando digo «en el nombre de la fuente, del camino y de la energía», están tranquilos. Cuando es exactamente lo mismo: el Padre es la fuente; el Hijo, el camino; y el Espíritu, la energía. Es la resonancia personal la que está en crisis. No hay que ponerse nerviosos: yo suelo decir que lo transpersonal, lo que va más allá, incluye lo personal. Dios es Padre, Hijo y Espíritu y es mucho más. Son palabras que hemos utilizado en la revelación, dentro de nuestra cultura, para expresar el misterio, pero evidentemente Dios es eso y muchísimo más.
—Pese a todo, se detecta en Occidente una necesidad de espiritualidad. Lo vemos con los saberes orientales, aunque pareciera que no podemos dejar de aprehenderlos desde el individualismo, el utilitarismo y el consumismo.
—Es cierto que ha habido —y sigue habiendo— una fascinación por lo oriental, pero tampoco podemos olvidar que ahora estamos en tiempo de síntesis, y empezamos a darnos cuenta de que también aquí podemos encontrar lo que estamos buscando. Podemos descubrir y encontrar en nuestra propia tradición, en el desierto, que es el espacio de las religiones monoteístas, los recursos e instrumentos suficientes para hacer en serio la aventura interior.
—¿Qué aspectos que trabajan en su agrupación Amigos del desierto recomendaría a los responsables políticos que están llenando el desierto de sangre y fuego en Tierra Santa?
—Es difícil, porque todo llega desde fuera y realmente la palabra tiene autoridad cuando es desde dentro, cuando hay una presencia afectuosa y comprensiva. ¿Cómo invitar a mirar amorosamente al enemigo? Pues descubriendo que al enemigo lo tienes dentro. El enemigo no es el otro, sino tú mismo. Todo lo oscuro de fuera lo hemos creado nosotros. Si dentro de nosotros hubiera luz, no habría oscuridad fuera, no habría guerra. Sencillamente, si todos los corazones estuviesen en paz, no habría guerra. La guerra es una manifestación externa del conflicto bélico que tenemos en nuestro corazón. Entonces, aunque suene muy a fórmula manida, yo les diría: “Mirad vuestro propio corazón”. Y que nadie llame religión a la ideología. La ideología revestida de religión, o la ideología religiosa, no es verdadera religión.
—Hablaba de mantener la confianza. Con tantos dramas, cada vez parece más difícil, ¿no cree?
—La verdad es que no lo creo, si bien no soy ciego ni sordo a todos los desastres naturales y a todas las guerras. Hay un dato brutal: en la humanidad, hoy muere más gente por mano propia en un suicidio que en guerras o en actos violentos. El quid de la cuestión es que dentro de nosotros mismos no sabemos gestionar todo esto y acabamos suicidándonos. Un 1,5 % de la humanidad se suicida. Lo digo completamente convencido: si aprendemos a trabajarnos por dentro, seremos capaces de afrontar con confianza lo de fuera. Pero si no somos de trabajar dentro, veremos lo de fuera como algo que es insuperable, que no podemos con ello. Pero no es porque lo de fuera tenga una gran magnitud, sino porque estamos desasistidos o desvalidos por dentro.
—¿Qué importancia tiene en este trabajo interior el humor? Porque en sus relatos trasluce esta comicidad, además de otras sorpresas, como excursionistas que salen volando y cuestiones que lo emparentan con el realismo mágico.
—En mis relatos hay siempre una apertura a la dimensión sobrenatural, al milagro, como en este caso que comenta. Realmente, detrás de esto hay una comprensión de que la vida es mucho más de lo que aparentemente vemos y oímos, y de que hay infinitas cosas que ni vemos ni oímos, pero que están aquí, acompañándonos. Y no se trata de ponerse esotérico, pero realmente la literatura tiene que abrir a la realidad y la realidad es mucho más que lo matemático o lo empírico. Y en cuanto al humor… es maravilloso, porque da ligereza. El humor viene de humus y, por tanto, de humildad. Hay humor en la literatura contemporánea, pero es un humor bastante malévolo, cuando no sarcástico. El mío es un humor más benévolo, más compasivo.
—Por último, no me gustaría terminar la entrevista sin preguntarle cómo reza usted.
—Dedico mucho tiempo al día a la oración y a la meditación. Medito hora y media. Me pongo de rodillas, comienzo recitando la secuencia de Pentecostés: «Ven, Espíritu Divino; manda tu luz desde el Cielo…». Después, hago un rato de relajación para estar corporalmente situado. Comienzo a trabajar la percepción, la receptividad y la concentración. Y luego empiezo con mi mantra, que mis últimos diez años ha sido «maranatha», que significa «ven, señor Jesús». Lo suelo recitar como dicen los padres del desierto: como el vuelo de un pájaro, en dos movimientos: una parte bate las alas y otra planea. Batir las alas es recitar y planear es quedarse en silencio. En el silencio escucho el eco de mi jaculatoria y, cuando estoy muy recogido, ese silencio se prolonga. Cuando veo que me distraigo o disperso, vuelvo a batir las alas, vuelvo a recitar. Luego, suelo terminar con la Oración de abandono de Carlos de Foucault: «Padre mío, me abandono a Ti…». Esta es la práctica fundamental, aparte de la celebración diaria de la Eucaristía y el rezo el rosario. Más algunas devociones particulares, como el ángelus, las oraciones dirigidas a mi maestro Franz Jalics, que está en el Cielo, o a mi ángel de la guarda, porque también soy un hombre que cree en los ángeles… Hago los exámenes de conciencia a veces escritos en mi diario, aunque yo los llamo revisión de gratitud, para dar gracias por todas las cosas que la vida me da, que son cada vez más. Y, bueno, también hago una tabla de gimnasia consciente, que lo vivo como un acto religioso. Todo esto no me lleva menos de tres o cuatro horas al día, pero lo considero fundamental, dado que tengo muchos momentos públicos, y me ayuda a estar muy situado por dentro.