Cuentan que una vez preguntaron a san Ignacio qué le pasaría si la Iglesia suprimiera la Compañía de Jesús, cosa que sucedió algo más de dos siglos después. Respondió que quince minutos de oración bastarían para poner en paz su alma.
Quizá no vivamos tiempos de supresiones, pero sí de disminución del número de religiosos y, por lo tanto, de cierre de comunidades y de presencias apostólicas. En este escenario, mientras unos, en una ciega huida hacia adelante, se glorían de estar viviendo los mejores tiempos para la vida religiosa, otros juegan a ser profetas de calamidades, anunciando a bombo y platillo cada vez que una congregación, por motivos más que evidentes desde hace años, tiene que cerrar una casa.
Creo que ambas actitudes pecan de falta de profundidad: una, por negarse a ser consciente de la realidad, reaccionando incluso violentamente ante cualquier intento de analizar serenamente sus causas, y la otra, por no ver más allá del dato demográfico, atacando con fuego amigo a quienes ya están bastante frágiles.
En medio de todo esto, no solo florecen nuevas comunidades religiosas que viven con ilusión y empuje su consagración, sino que a las puertas de los institutos más consolidados llaman jóvenes que desean consagrar su vida al Señor, ya sea en la misión apostólica o en la vida contemplativa. Les mueve lo mismo que producía la paz a san Ignacio ante una posible supresión de la Compañía, la convicción teresiana de que solo Dios basta, solución para perseverar personal e institucionalmente.
Por muchas casas que se cierren e instituciones que tengamos que dejar, mientras siga habiendo hombres y mujeres a los que el corazón les arda en el deseo de entregarse total y radicalmente a Dios por el bien de su Pueblo, habrá vida religiosa.