ECCLESIA sigue los pasos de Jesús por los santos lugares, prácticamente desiertos, sin peregrinos, desde el 7 de octubre, cuando Hamás atacó a Israel y este respondió en Gaza. El conflicto está condicionando la vida y economía de muchos ciudadanos, especialmente los cristianos
La Baja Galilea nos recibe con un viento que parece disipar nuestros miedos, los que aparecieron cuando decidimos viajar a Tierra Santa en estas circunstancias. El hogar que vio nacer al Príncipe de la paz vuelve a estar envuelto en las tinieblas de la guerra. Aunque la luz del amable sol que nos baña esta tarde nos hace pensar lo contrario, nos permite abstraernos de la violencia que tenemos no muy lejos. Pero eso no significa que no veamos sus consecuencias a lo largo de nuestra peregrinación hasta Jerusalén. Porque somos peregrinos. Los cristianos siempre lo hemos sido, no en vano, Moisés guio durante 40 años al pueblo de Israel hasta esa tierra prometida que él solo pudo divisar desde el Monte Nebo, en la actual Jordania.
Comenzamos a caminar subiendo a otro monte, el del Precipicio. Ascendemos hasta este lugar para divisar estas tierras galileas que Jesús recorrió durante sus años de predicación. Enseñó en la sinagoga de Nazaret y enfureció a los presentes, como narra san Lucas. Echaron a Jesús fuera del pueblo hasta un precipicio del monte «con intención de despeñarlo». «Pero Jesús se abrió paso entre ellos», dice el relato bíblico y en el probable lugar de los hechos comentamos cómo pudo hacerlo.
Nazaret nos espera para recorrer la vida de María y la infancia de Jesús. Aquí palpamos por primera vez las consecuencias de la guerra al comprobar que somos de los pocos peregrinos que hay. En nuestro hotel, que tiene unas 200 habitaciones, hay unos 30 huéspedes, contando con nosotros, que venimos de la mano de la Oficina Nacional Israelí de Turismo.
Entramos en Nazaret divisando la cúpula de la basílica de la Anunciación, una flor de lis del revés, el símbolo de María. De camino vamos pasando por el zoco con muchas persianas bajadas, punto, en otro tiempo, imposible de atravesar con ligereza. Intentamos hacer gasto en alguna tienda. Compramos a la carrera un monedero. Unos tres euros que, probablemente, sea todo lo que ese comerciante gane en esta jornada de trabajo. Un desastre.
Antes de llegar a la basílica nos detenemos en otro lugar, el manantial donde la tradición ortodoxa dice que el ángel se apareció a María. La católica asegura que fue en su casa. Y a esa casa nos dirigimos. La majestuosa basílica actual está completamente vacía. Junto a la gruta de la Anunciación hay una voluntaria y un padre franciscano que nos recibe con afabilidad. «¿Se sigue rezando el rosario de san José cada semana?», le preguntamos recordando alguna particularidad de nuestros anteriores viajes. Nos responde en italiano que se reza cada martes, así como los sábados es la procesión de antorchas en honor a la Virgen. Pese a la situación de guerra y la ausencia de peregrinos, las celebraciones se mantienen como siempre para conservar la fe más viva que nunca. También porque en 2025, por el Jubileo, será posible obtener la indulgencia plenaria en este templo, así como en el Santo Sepulcro de Jerusalén o la basílica de la Natividad en Belén, donde, por desgracia, no pudimos ir.
A pocos metros de la basílica, llegamos al convento de las religiosas de Nazaret. La hermana Lauretana nos explica que la congregación llegó aquí en 1855, después de que el patriarca latino de la época les pidiera que se ocuparan de la instrucción de las niñas. Ahora, se dedican a la acogida de peregrinos. Regentan un albergue de 110 habitaciones que no ha visto a un solo peregrino desde el 7 de octubre. «Ahora, con la guerra, no hay nadie. Siempre estábamos llenos», recuerda la religiosa de origen italiano. Sobreviven sin ingresos gracias a la casa madre en Lyon (Francia).
La tumba del justo
Cuando la orden llegó a Nazaret en el siglo XIX, las religiosas decidieron instalarse cerca de la basílica. «El terreno era caro porque nos decían que aquí estaba la tumba del justo», narra sor Lauretana, mientras cede el testigo de la visita a sor Gani, de origen indio.
Con ella comenzamos a descubrir qué es eso de la tumba del «justo». En 1884, un obrero que trabajaba en el terreno oyó una piedra que cayó por una rendija hasta debajo del suelo. Había algo. Las excavaciones revelaron que ese punto podría ser el centro del pueblo de María, donde habría un pozo y casas y, lo que es más importante, la posible tumba de san José. Un documento del año 670 revela, además, que había dos iglesias de la época bizantina en esta zona: la basílica de la Natividad y otra iglesia que se situaba en este punto.
Las piedras inertes hablan a las piedras vivas que somos los peregrinos y las capas de historia se manifiestan en forma de restos arqueológicos: desde el pueblo de María del siglo I, pasando por los restos del altar de la iglesia bizantina hasta la llegada de los cruzados. Ellos construyeron alrededor para proteger la casa de la Sagrada Familia y la tumba de san José. En uno de sus documentos se señala la presencia en este lugar de la tumba del «justo». «En la Biblia, solo hay una persona a la que se define como “el justo”, es San José», cuenta la hermana Gani. Las tumbas solo podían colocarse fuera de los pueblos. La ley judía solía prohibir enterrar donde vive la gente. Solo se permitía en el caso de los reyes o los profetas. «Si se ha encontrado una tumba debajo de una casa, suponemos que es “el justo”», explica Myriam, nuestra guía judía, que estudió teología con los dominicos.
Todavía nos queda por descubrir lo mejor, es decir, la cueva funeraria familiar, perfectamente conservada. Este es el tipo de tumba de los judíos del siglo I y todo lo anterior indica que san José estuvo aquí enterrado. Grupos de todo el mundo llegaban a este lugar para seguir descubriendo la infancia de Jesús donde se produjo. Desde el 7 de octubre, somos una de las pocas visitas que las religiosas han recibido. «No podemos hacer otra cosa que rezar por la paz. Nos duele profundamente todo lo que está sucediendo», nos despide sor Gani.
Ya en la ciudad de Nazaret, notamos que hay suficiente bullicio como para suplir la falta de peregrinos. Da la impresión de que la vida sigue igual, pero, en realidad, nada es como antes. Lo comprobamos en Tiberíades, en el restaurante donde cenamos y donde somos los únicos comensales. «Esperemos que esto termine», nos dice el propietario amargamente, mientras que casi nos agradece el haber visitado su local. «Si habéis venido en estas circunstancias es que amáis esta tierra», concluye. Se plantea cerrar su restaurante. Es insostenible. El drama humano se cruza en nuestro camino, incluso en los momentos más distendidos.
Nuestra peregrinación continúa subiendo montes como metáfora de la ascensión espiritual para llegar a Dios. En el monte Tabor, volvemos a refrescarnos con el aire que nos recibió en Galilea. Y es lo único que se escucha. Este año, la iglesia, diseñada por Antonio Barluzzi, cumple 100 años, un aniversario que se ha tornado en tristeza por la ausencia de «invitados» a la fiesta. Aprovechamos que somos los únicos para admirar con tranquilidad el lugar donde Jesús se transfiguró. Antes de seguir nuestro viaje, la parada técnica en la cafetería nos devuelve a las ramificaciones de la guerra. El hombre que gestiona la cafetería y tienda del santuario se hizo cargo del negocio poco antes de aquel fatídico día de octubre. Es cristiano y cree que tendrá que cerrar este proyecto de vida, que ahora es sinónimo de ruina.
Peregrinos en Cafarnaún
En Cafarnaún, Myriam, nuestra guía, se sorprende por los pocos peregrinos. Dice que ni durante los meses de pandemia había visto ese lugar así. Para llegar, hemos hecho la que fue la ruta de Cristo, bordeando el lago desde Nazaret. Jesús aquí hizo pescador de hombres a Pedro. Probablemente, este le escuchó cuando enseñaba los sábados en la sinagoga, cuyos restos todavía pueden observarse. Encima se construyó otra sinagoga del siglo V. A pocos pasos, está la casa de san Pedro. Los estudios arqueológicos han datado una iglesia bizantina del siglo IV en el lugar donde se encontraba su morada. Una iglesia y una sinagoga a pocos pasos, en el mismo período histórico, dan a entender que hubo coexistencia entre judíos y cristianos en este pueblo. En Galilea se han encontrado 45 sinagogas de la época bizantina.
Roxana tiene un problema. Acude a nosotros porque quiere abrir una botellita y no puede. Nos ha oído hablar en español. Es una mujer peruana que vive en Estados Unidos y ha peregrinado sola. Ha visitado la tierra de Jesús más de diez veces. Dice que no tuvo ningún miedo o aprehensión a la hora de volver de nuevo bajo la guerra.
Frente al lago de Galilea, encontramos a un grupo de jóvenes alemanes que están haciendo un voluntariado. Tampoco tienen miedo de estar aquí. Estas historias resultan tan refrescantes como la brisa en el monte de las Bienaventuranzas, donde Cristo nos dejó otros «mandamientos», otras ocho directrices para alcanzar el Reino de los Cielos. Pero allí, la cruda realidad vuelve a nuestro encuentro. El último recuerdo que tenemos de este lugar es el de dejar salir a mareas humanas de la basílica para poder entrar en ella después de haber guardado fila. Ahora, solo encontramos a una religiosa detrás de un pequeño puesto de recuerdos y artículos religiosos. «Está todo muerto. No hay peregrinos. Queremos que todo termine. Es un dolor de corazón ver que no viene nadie», comenta. Nos pregunta cuántos somos y de dónde venimos. «Somos seis y venimos de Madrid», contestamos con entusiasmo. Ella suspira con resignación. Ojalá hubiéramos podido decirle que éramos 60, como una suerte de multiplicación de panes y peces, pero con peregrinos. En la Tabgha, el lugar donde Cristo obró esa multiplicación, rezamos especialmente para que las visitas a Tierra Santa se desborden con creces. Para que se multipliquen.
Nuestro camino siguiendo el mar de Galilea nos introduce en los años de predicación del Señor. Nos guían episodios que narra la Biblia y otros que cuentan las piedras. En estos parajes, hay una muy especial que se halló en el año 2009 y que ha supuesto una auténtica revolución. Es la piedra de Magdala, en el pueblo de María Magdalena. Durante años se sospechó que este lugar tendría que estar en esa orilla del lago y que no podría pasar desapercibido porque era como la Nueva York de la época, una urbe donde se manufacturaba pescado que, de acuerdo con las crónicas de Flavio Josefo, se mandaba incluso a Roma.
Los Legionarios de Cristo la encontraron. Compraron un terreno para construir una casa de peregrinos y, al remover la tierra, apareció la sinagoga decorada con mosaicos y pinturas todavía observables. Es anterior a la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén en el año 70 d. C. y se cree que quien talló la piedra vio el Templo con sus propios ojos, porque contiene elementos escultóricos que hacen referencia al mismo. En ella podemos ver la Menorá tallada en piedra más antigua que existe. Las excavaciones han dado con otra sinagoga. No hay ningún otro pueblo en el que se hayan encontrado dos, y que ya existían en el siglo I. Con lo que es muy probable que aquí Jesús predicara y se encontrara con María Magdalena.
Todos estos detalles nos los explica in situ el padre Eamon Kelly, vicedirector del complejo de Magdala. Es un hombre vital y bromista, hasta el punto de que durante la explicación interrumpe su discurso para espetarnos: «Corran, corran, hagan una foto a este grupo grande que es de los pocos que hemos tenido en nueve meses». La historia antigua se entrelaza con la actual cuando el sacerdote nos explica que parte de la casa de peregrinos sirvió de refugio para familias israelíes desplazadas por el conflicto en la frontera con Líbano. El sacerdote insiste en que «hay que buscar puentes con todos», «una manera de convivir y apreciar el bien en los demás». Asegura que los cristianos son los primeros que tienen que dar ejemplo. En Magdala lo intentan dando trabajo a judíos, cristianos y musulmanes por igual.
No podemos terminar nuestra visita a este lugar sin visitar la iglesia. Sinagoga del siglo I e iglesia del siglo XXI comparten espacio. El templo está dedicado a María Magdalena y su imponente altar en forma de barca nos invita a «echar las redes». En el atrio, las columnas están dedicadas a las mujeres fuertes de la Biblia. Sus nombres están grabados en letras doradas, salvo en una de las columnas. En ella no hay nada escrito, porque está dedicada a todas las mujeres que seguirán escribiendo la historia de la fe.
Nos despedimos de Galilea desde el monte Arbel, cuyo último tramo hasta la cima hemos subido a pie. Desde allí divisamos el valle de Genesaret y la Alta Galilea. Herodes, como vasallo de Roma, siendo gobernador de Galilea, luchó aquí contra los rebeldes judíos. Desde donde nos encontramos llegamos a entrever las cuevas donde se escondieron. Y también vemos los lugares donde Cristo ejerció su ministerio público.
Camino a Jerusalén
Vamos camino de Jerusalén por la ruta 1, que conecta el norte con la Ciudad Santa. Salimos temprano porque se presumen atascos. Hay una marcha de las familias de los rehenes israelíes en Gaza para pedir por su liberación.
Desde el monte de los Olivos admiramos la Ciudad Santa. Hemos llegado al alto que separa el desierto de Judea de Jerusalén, atravesando el valle del Jordán, un camino que probablemente Jesús hizo muchas veces para venir a la ciudad. La mirada desciende por este monte que termina en Getsemaní y se hunde en el valle de Josafat. Inevitablemente, evocamos los acontecimientos de Pascua, la muerte y resurrección del Señor. También desde este lugar, podemos ver el palacio del rey David, del siglo X antes de Cristo.
De los Olivos nos dirigimos al monte Sion entrando por la Puerta Nueva, junto a la Custodia de Tierra Santa. Otrora, este lugar era un hervidero con decenas de grupos de peregrinos, niños que iban al colegio, descarga de mercancías en los negocios… Pero ahora muchos están cerrados porque no hay trabajo. Lo corrobora uno de los hermanos Sandrouni, famosos ceramistas cristianos armenios. Confiesa que, en su caso, el negocio resiste porque su trabajo no depende del turismo, pero sabe de otros compañeros que han tenido que echar el cierre. Tierra Santa son sus cristianos y, para su supervivencia, necesitan del auxilio de los demás, en forma de peregrinaciones o en forma de ayuda material.
Por unas calles extrañamente vacías ascendemos al monte Sion para entrar en el Cenáculo, ese lugar donde Cristo instituyó la Eucaristía y que fue posteriormente mezquita. Es también una sinagoga en la parte inferior, donde, además, según la tradición, está la tumba del rey David. Paradójicamente, en este lugar no se puede celebrar Misa. De camino a la hermosa iglesia de la Dormición llegamos a cruzarnos con apenas media docena de peregrinos. En el lugar desde donde la Virgen ascendió a los Cielos, glorificada en cuerpo y alma, solo hay un padre y a un niño rezando a María.
Esperanza en el mañana
Mientras abandonamos la Ciudad Vieja, Jerusalén parece la misma. Aunque las fotos de los rehenes pueblan las calles y muchos ciudadanos llevan el lazo amarillo, símbolo de la esperanza de que puedan regresar. Todos están cansados de la guerra y las noticias de Gaza, que solo hablan de muerte. Por eso, la mirada está puesta en el final del conflicto, cuando sea posible, y en el mañana. De proyectos de futuro nos hablan Yael y su amigo Golan. Han puesto en marcha el Camino a Jerusalén, inspirado en el Camino de Santiago. A Golán, judío, el Camino le cambió la vida y se preguntó cómo era posible que los Santos Lugares no tuvieran nada parecido. Por eso, se han puesto manos a la obra para atraer a peregrinos, creyentes y no creyentes, a caminar por la Tierra Santa en busca de lo que esa empresa tenga que ofrecer a cada uno. Yael explica que desean dar a conocer los valores del Camino como «una respuesta para el día de mañana», para musulmanes, judíos y cristianos, palestinos e israelíes.
Bajo un sol de justicia, llegamos hasta un fragmento de las escaleras del Segundo Templo, que tantas veces habría subido Cristo para acceder a este lugar. Asimismo, circulamos por uno de los cardos romanos por los que Jesús habría entrado tantas veces a la Ciudad Santa procedente de Galilea. Hay muchos visitantes en este complejo arqueológico, pero ninguno es extranjero; y hay muchos judíos ortodoxos que corren para llegar al Muro de las Lamentaciones, lo poco que se conserva de este Segundo Templo, el muro más cercano al Sancta Sanctorum.
Este trasiego contrasta con la soledad del Santo Sepulcro. Visitamos la basílica sin esquivar a peregrinos o hacer cola para subir a la capilla del Calvario o para entrar al Edículo. Estamos solos en la tumba del Señor, donde pasamos todo el tiempo que deseamos.
Con el mismo espíritu que en Nazaret, intentamos hacer alguna compra para contribuir a la maltrecha economía local. «La situación nos tiene exhaustas», confiesan una madre y una hija que regentan una tienda en el zoco.
Pese a ser unos privilegiados por visitar los Santos Lugares desiertos, nos marchamos con una amarga sensación. De alguna manera, como los discípulos de Emaús, entristecidos en el camino, esperando a que llegue el Señor y nos diga, «paz a vosotros». Así, cerca de Emaús terminamos nuestra peregrinación en Saxum, la casa que el Opus Dei ha construido entre Jerusalén y Tel Aviv. Recibe al peregrino con un impresionante recorrido didáctico por el Antiguo y el Nuevo Testamento. Abrió sus puertas en 2019. Llegó la pandemia y, en resumidas cuentas, solo ha tenido un año y medio de actividad normal hasta el 7 de octubre. «El 9 de octubre tuvimos a nuestro último grupo. Eran 200 personas. Incluso un soldado nos vino a decir que tendríamos que cerrar», nos cuentan. Pero, como su propio nombre indica, Saxum, piedra en latín, se propone seguir clavada donde está pase la tempestad que pase, incluso la de la guerra.
Un día terminará y volveremos a seguir escribiendo allí ese quinto Evangelio llamado a que nunca termine de escribirse.