Nos encaminamos hacia unos comicios al Parlamento Europeo que, por el momento, suscitan poco interés entre los ciudadanos, también entre los católicos. La lejana burocracia europea, que a menudo soporta las culpas de los males ciudadanos, tiene su parte de responsabilidad. Pero también el eclipse provocado, en nuestro país, por las elecciones autonómicas en el País Vasco y Cataluña, y las dudas, disueltas tras cinco días de retiro, del presidente del Gobierno sobre su continuidad.
Que los edificios del Parlamento Europeo se hayan engalanado con carteles animando al voto y recordando que las elecciones se celebran entre el 6 y el 9 de junio son una buena confirmación de esta desafección anunciada. Mientras, la presidenta de la Eurocámara anima a la participación por los países miembros.
Aunque Europa atraviesa desafíos y contradicciones, problemas en cuestiones como la migración, la política agraria, la deriva hacia el reconocimiento de supuestos derechos que no son tales, como el aborto, o el auge de los populismos, la experiencia europea que impulsaron los padres fundadores —entre ellos varios cristianos— es una historia de éxito. Y sigue siéndolo, pues ha sido artífice de paz, de desarrollo social y económico, así como de derechos fundamentales. No cabe olvidar esto, vigente hoy, pero sin la ingenuidad de no reconocer que, sin identidad ni fundamentos morales y prepolíticos, sin Jerusalén, Atenas y Roma, podemos vernos abocados a repetir los horrores de la historia. Es la tragedia de la falta de memoria que denuncia Stefan Zweig en un ensayo incluido en El legado de Europa.
Como recordó Benedicto XVI en su visita al Parlamento Federal de Alemania en 2011, en las cuestiones fundamentales del derecho, en las que está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta. Una Europa sin valores ni identidad, sin referencias a la trascendencia —aspectos positivos para todos, no solo para los cristianos—, es una Europa sin alma, como dijo el papa Francisco en Estrasburgo en 2014. Se convierte así en mera gestora de intereses individuales compartidos, al albur de los postulados ideológicos y económicos dominantes o de mayorías.
En este contexto, la Iglesia tiene varias tareas. La más importante, en un contexto de secularización, es la oferta de la fe en Jesucristo, «fuente de la esperanza que no defrauda, don que está en el origen de la unidad espiritual y cultural de los pueblos europeos», según san Juan Pablo II en Ecclesia in Europa. Europa necesita cristianos, comunidades, que inculturen la fe en el hoy. No es una opción replegarse a los cuarteles de invierno, añorando un pasado que no vendrá. Eso sería, como dijo el filósofo Tomáš Halík hace unas semanas en la Fundación Pablo VI, la exculturación de la fe.
Y en esta propuesta se enmarca también la labor institucional que la Iglesia hace en la UE a través de la COMECE, a cuyo presidente, Mariano Crociata, entrevistamos en estas páginas. Una labor que pretende impregnar las políticas europeas de la doctrina social de la Iglesia y animar a los católicos a tomar conciencia europea y hacer oír su voz. Y a apoyar a los hermanos que den el paso a la vida pública, también con el voto.