Armando Pego Puigbó es catedrático de Humanidades en La Salle – Universitat Ramon Llull y autor de Poética del Monasterio (Encuentro)
Ante Qohélet, el autor del Eclesiastés, suele expresarse la perplejidad de que un pensamiento tan radicalmente desesperado contenga un mensaje que desafía nuestro pesimismo de ir tirando. Todo es vaciedad, sí, pero la recompensa de tus días consiste en no desperdiciar el gozo cotidiano. A cada día le basta su propio afán (Mt 6, 34).
En pleno entusiasmo por documentos como la exhortación Christifideles laici o la encíclica Veritatis splendor, recuerdo cómo en los años ochenta y noventa se nos miraba con condescendencia a quienes nos desgarraba el languidecimiento de la vida contemplativa. Sin tener esa singular vocación, en ella aprendimos a descubrir intacto el fuego que sostiene la vida de la Iglesia. Los monasterios eran casi reliquias de un pasado que cabía respetar y, a lo sumo, alentar con buenas palabras. El éxito apostólico dependía, sin embargo, de los números.
Treinta años después, los monasterios siguen extinguiéndose y ahora, con cara de perplejidad, se asiste al derrumbe del número de matrimonios religiosos, la reducción de bautizos y primeras comuniones y hasta las dificultades para forjar noviazgos católicos.
Jesús dijo que buscásemos primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás vendría por añadidura (Mt 6, 33). Tras relatar la parábola del Buen Samaritano, el evangelista Lucas introduce la escena de Betania. Marta y María habían acogido, indivisible, lo único necesario. María escogió custodiar la mejor parte (Lc 10, 38-42).
Uno de los grandes y repetidos dramas del cristianismo consiste en empeñarse en distinguir, cuando no confundir, entre la vida activa, como si fuera un fin por sí misma, y la vida contemplativa, aceptada como un instrumento al servicio de la misión. Donde florece la contemplación, el compromiso queda vivificado.
Los Padres y las Madres del Desierto se retiraron para vivir con mayor radicalidad el seguimiento de Cristo. No iban tras la liturgia, ni el silencio, ni la soledad. Solo Uno es esencial. En medio del yermo, combatían para invocar su venida. No despreciaban el mundo. Querían alcanzar la promesa de una nueva creación. Por ello, arrastraban tras de sí tantas personas que buscaban ejemplo y consuelo.
A menudo medito la historia de uno de sus apotegmas. Al acabar su conversación, un joven se disculpa ante el anciano por haberle obligado a romper su regla. Este le contesta: «Mi regla es recibirte con hospitalidad y despedirte en paz».
Tratar de justificar la vocación monástica en función de lo que aporta su modo de vida a la Iglesia me parece errar el camino. Si solo fuera por su hacer, incluso si por hacer se entendiese su entrega a la oración, no sería sino un elemento más, circunstancial, del edificio eclesial. Sin embargo, el monacato tiene encargada una tarea primordial: «No anteponer nada al amor de Cristo» (Regla de San Benito, 4, 21).
Orar no es una mera acción. Orar sin descanso no sirve para nada. En la oración, la persona redescubre la alegría de ser. Entregado al ocio, quien contempla, al conversar con Dios, remonta al origen de la libertad: «En el principio era la Palabra» (Jn 1, 1). La vida monástica es un deíctico que, en comunidad, señala más allá del ser: al encuentro, al agapé, al Amor. ¿No es el testimonio de que, aunque sea nuestro deber afanarnos cotidianamente, alguien vela por nuestro descanso? ¿Sería posible una auténtica respiración espiritual sin el pulmón monacal?
Marta y María. También Pedro y Juan, el ejercicio del poder y el límite de la autoridad. Ora et labora. «Si yo quiero que este se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú, sígueme» (Jn 21, 22). Apoyados los unos en los otros, allí en medio está Cristo (Mt 18, 2). La vida contemplativa no es ni la parte más importante, ni la principal, ni la superior, sino la mejor y, por ello, no debiéramos descuidarla. Amputarla, usurparla, pero también acabar aceptando su disolución, acaban hiriendo la unidad de la Iglesia y la salud de sus fieles, sin importar su condición. La historia de los grandes cismas lo atestigua.
La vida contemplativa es el termómetro de la vitalidad de la fe de cada época. Sin personas dispuestas a vender todo cuanto tienen por la perla preciosa del Evangelio, ¿qué esperanza nos quedaría?