Ante una nueva estancia en Roma para participar, como padre sinodal, en la segunda sesión del Sínodo sobre la sinodalidad, quisiera compartir con los lectores de ECCLESIA unas reflexiones.
Considero que esta última sesión del Sínodo pretende recoger los frutos del proceso sinodal, iniciado hace tres años, y afianzar las claves de lo que es una Iglesia sinodal. No podemos obviar que la sinodalidad forma parte de la naturaleza constitutiva de la Iglesia, de su esencia, y que, por tanto, no va a terminar con el proceso sinodal, sino que es una nota que debe seguir configurando la vida de la Iglesia para siempre. Por eso, es importante que en esta sesión del Sínodo pongamos los fundamentos, los cimientos de la sinodalidad, para seguir avanzado en cuestiones concretas, a todos los niveles eclesiales, en los próximos años.
La sinodalidad, que ha venido para quedarse en la Iglesia, no pretende tanto un cambio de estructuras, sino que es una llamada a la conversión personal a Cristo, que es quien debe guiar nuestro anhelo de caminar juntos, para anunciar su mensaje en la sociedad actual. Evitemos concebir la sinodalidad como una cuestión meramente organizativa, como algo burocrático, y descubramos la invitación que nos hace el Espíritu Santo, protagonista del Sínodo, a una conversión relacional, a tejer relaciones en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, desde el servicio a la unidad, valorando la pluralidad, y abiertos también al diálogo con las culturas y otras tradiciones religiosas.
Que el Espíritu Santo nos ilumine para que, desde la escucha, crezcamos en comunión, participación y misión, siendo, de este modo, un motivo de esperanza para toda la humanidad.