Llevo muchos años ejerciendo mi misión apostólica en la Misión católica de Lowanatom, situada en la isla de Tanna, en el archipiélago de Vanuatu, país del océano Pacífico, en la región conocida como Melanesia, a 17.600 km de España, en el hemisferio sur, en las antípodas. Esta distancia física de Europa y la particularidad de tratarse de islas en medio de los mares del sur puede explicar la gran diferencia de mentalidad y de costumbres de sus habitantes con respecto a Occidente. La Navidad aquí es, pues, muy distinta de la que se puede vivir en España.
Para empezar, Adviento coincide con el final de curso y el inicio de las vacaciones de verano. Es el momento en que los días son más largos y hay más luz, en que el calor empieza a apretar. Si, al ser un país tropical, todo el año la vida ya se hace fuera, en el exterior, muy cerca de la naturaleza, en estos días esto se multiplica.
La noche de Navidad, la comunidad cristiana se reúne en la iglesia de la misión para celebrar la Misa del Gallo, que aquí no se llama así, claro. Normalmente, el encargado de animar esta celebración es un sector de los poblados de alrededor; cada año le toca a uno. Esta Eucaristía se suele celebrar hacia las ocho de la tarde, cuando ya es de noche, y acude toda la población. La iglesia se adorna con plantas y flores tropicales, parece un verdadero jardín del Edén.
Como no tenemos figuras del Nacimiento, nos las arreglamos para fabricar, al menos, la Sagrada Familia con elementos naturales: maderas, tejidos, yerbas… Representamos a los pastores con lamparillas que llevan el nombre de las personas de la comunidad y, como estamos al lado del mar, muchas conchas marinas decoran el pesebre y le dan vida.
Después de la Misa del Gallo, la comunidad se reúne para celebrar el réveillon, una costumbre más bien francesa que los misioneros, padres maristas, primeros evangelizadores de estas islas, trajeron de Francia, y que consiste en tomar juntos algo que subraye la fiesta: zumos de frutas, algún bizcocho casero… Cada familia aporta lo que tiene.
El día de Navidad, esta vez a las ocho y media de la mañana, todos nos volvemos a reunir en la iglesia para celebrar la Misa. De nuevo, otro sector de la comunidad se encarga de animarla. Cada colectivo se esfuerza en ser creativo y en entonar los cantos con mucho entusiasmo. Estas Misas son, por lo tanto, muy animadas y muy festivas. Eso sí: se canta a capela, a voces, sin instrumentos de acompañamiento, pues aquí no se conocen mucho.
Al terminar la Eucaristía, empiezan a llegar muchas personas de los otros poblados de la montaña que bajan a la costa para celebrar juntos la fiesta de Navidad. Cada poblado viene vestido a la manera tradicional y presenta sus danzas locales. Muchas de estas personas son paganas o provienen de otras religiones no necesariamente cristianas. Navidad es aquí, por lo tanto, una fiesta de unidad entre los habitantes de la isla. La celebración dura todo el día y se termina compartiendo el kava, bebida local a base de raíces de una planta de la familia de las pimentáceas, que está reservado a los hombres y que se toma al caer la tarde, en el silencio y la paz.
Durante la semana siguiente, cada día, toda la comunidad del poblado se reúne en la casa de una familia diferente para cantar la Navidad y el comienzo de nuevo año. La familia que acoge agasaja a los que vienen con productos locales. Esto se prolonga en el tiempo hasta que se han recorrido todas las familias. Es de nuevo un tiempo en que se estrechan los lazos comunitarios.
En mi caso particular, cada año envío mi postal de Navidad con aires locales, tropicales. Se trata de una foto con todos los alumnos de los que he sido tutor durante el año, y que terminan los estudios secundarios, reunidos en torno a la Sagrada Familia y con un paisaje local de fondo.
No he hablado para nada de luces, ni de consumo, ni de loterías… Todo eso queda muy lejos para nosotros. Navidad en Oceanía es, fundamentalmente, la fiesta de la unidad.