Estimadas y estimados. Cómo indicamos la semana pasada, queremos glosar en las próximas semanas el magisterio del Concilio Vaticano II. Además de hacerlo yendo específicamente al contenido de los documentos aprobados, existe otro camino que conduce directamente al corazón del Concilio y que, por lo tanto, hay que considerarlo como una clave de primera magnitud para poder avanzar sólidamente en la comprensión de la obra del Vaticano II. Esta otra clave es dejar hablar sobre todo a los papas del Vaticano II, san Juan XXIII ―el papa que lo convoca y lo inaugura― y san Pablo VI ―el papa que compila el legado y lo lleva a la plenitud. Se trata de ir a sus propios textos, alocuciones y mensajes, y poder ver de primera mano que querían, que pretendían, que esperaban tanto Juan XXIII como Pablo VI del acontecimiento conciliar. Lo tenemos que hacer porque, a medida que se nos aleja el horizonte temporal de su ejecución, tenemos que incrementar nuestra acción pedagógica. Efectivamente, cada vez hay más personas creyentes que no han «recibido» ni «empado» el Concilio en su momento y esto lo tenemos que tener en cuenta si lo que queremos es seguir sus pasos.
Iniciado el Concilio, la primera semana de diciembre de 1962, los Padres debatían sobre como había de ser la intención básica y el centro unificador. Así, el cardenal Léon J. Suenens, de Malines-Bruselas, siguiendo la perspectiva señalada por Juan XXIII un mes antes del inicio del Vaticano II, proponía que fuera un Concilio sobre la Iglesia, con dos perspectivas: contemplar la Iglesia hacia adentro y contemplarla hacia afuera. En la primera, era necesario exponer la naturaleza de la Iglesia y su actividad evangelizadora, docente, santificadora y orante. En la segunda, era conveniente presentar la realidad eclesial en tanto que establece diálogo con el mundo: la vida de la persona humana, la justicia social, la evangelización de los pobres, la paz. Al día siguiente de esta intervención, el cardenal Montini, el futuro Pablo VI, habló en el mismo sentido y formuló la cuestión primaria del Concilio en estos términos: «¿Qué es la Iglesia?, ¿Qué hace la Iglesia? Estos son los dos ejes sobre los que es necesario disponer todas las cuestiones de este Concilio. El misterio de la Iglesia y la misión de la Iglesia».
Después, ya como papa, en su importantísimo discurso de apertura del segundo periodo conciliar, el 29 septiembre de 1963, establecía de esta forma las cuatro finalidades principales del Concilio: «la noción, o, si se prefiere, la conciencia de la Iglesia, su renovación, el restablecimiento de la unidad entre los cristianos y el diálogo de la Iglesia con los hombres de nuestra época» (n.º 15). Y este fue el diálogo interno y externo del Concilio. Fue la tesis de fondo que perdura: el Vaticano II tiene una verdadera proyección de futuro, porque resitúa el ser y el actuar de la Iglesia, arraigándose y fundamentándose en la Tradición genuina, pero con los ojos puestos en el hombre de hoy, con sus desazones y esperanzas. Cómo afirmaba Jean Guitton, uno de los laicos que participaron en el Concilio, «la arquitectura dogmática del Concilio se desplegaba alrededor de la idea de la Iglesia».