Comenzamos con este cardenal dominico, figura clave en el Concilio Vaticano II, un recorrido que nos acercará a los grandes teólogos del siglo pasado
Yves Marie-Joseph Congar nació en Sedán (Francia) en 1904. Entró en la Orden de Predicadores (dominicos) con 21 años y fue ordenado sacerdote en 1930. Durante la II Guerra Mundial, fue hecho prisionero y pasó cinco años (1940-45) en un campo de concentración. Fue profesor en Le Saulchoir, la Facultad de Teología de la Orden. En 1950 publicó Verdadera y falsa reforma en la Iglesia, una obra por la que recibió numerosas censuras y fue la causa por la que se le apartó de la enseñanza teológica durante diez años. Ese tiempo vivió exiliado en Jerusalén e Inglaterra.
Concilio Vaticano II
En enero de 1959, tras la convocatoria del Concilio, Congar fue invitado como consultor de la Comisión Preparatoria y, al poco tiempo, de la Comisión Teológica. Recibe la invitación con cierta cautela: «Estaba en Sedán, con mi familia. Recibí un telegrama de Roma felicitándome por haber sido nombrado miembro de una comisión del Concilio. Al día siguiente, recibía el anuncio oficial de mi nombramiento como consultor de la Comisión Teológica. De Lubac me diría más tarde que fue Juan XXIII mismo quien tuvo a bien que nosotros fuéramos, el uno y el otro, miembros de esta comisión. Debo confesar, sin embargo, que dudé. Hacía poco que había vuelto a Francia de mi exilio. Me consideraba todavía un poco como sospechoso para colaborar».
En el trascurso de las sesiones, el teólogo dominico participa activamente: «Mi compromiso fue progresivo, en primer lugar, porque yo soy tímido, algo que lamento. Soy un hombre habituado a la obediencia, al respeto hacia aquellos que tienen responsabilidades. Jamás me impongo; espero siempre a que me llamen. Y después, por otra razón: los obispos franceses utilizaron bastante poco a los teólogos, al menos al principio. Por ejemplo, cuando los debates sobre la Escritura y la Tradición, no fui invitado. Y, sin embargo, ya había publicado un libro sobre La Tradición. Yo me comprometí realmente a partir del 1 de marzo de 1963, día en el que recibí una sencilla carta del P. Daniélou invitándome a ir a Roma».
Respecto al itinerario seguido por el Concilio, señalaba: «Pienso que el desarrollo del Concilio no estuvo pensado por nadie. Es extraordinario que en cuatro años el Concilio pudiese hacer tal trabajo. El personal del Consejo Ecuménico de las Iglesias, de Ginebra, que conoce bien la dificultad del trabajo colectivo, estaba maravillado… Nadie tenía una idea precisa sobre la orientación ni la duración de esta gran asamblea multitudinaria puesta en marcha por Juan XXIII. El papa Roncalli dijo: “En el evento del Concilio, todos somos novicios”. Todos eran novicios, porque el Concilio es obra del Espíritu Santo». Para Congar, aquel acontecimiento no se puede explicar de otra manera: «Es obra del Espíritu, como tantas otras que han ocurrido a lo largo de la historia. Es evidente, por ejemplo, en el Concilio de Nicea, o en el de Calcedonia… Los grandes concilios que determinaron los fundamentos de la fe son obra del Espíritu».
Reflexiones tras el Concilio
El balance que Congar realiza del Concilio fue muy positivo: «Creo que el Concilio realizó un buen trabajo. Comenzó una obra que no está acabada: se trate de la colegialidad, del papel de los laicos, de las misiones e incluso del ecumenismo… Durante las votaciones se buscaba la unanimidad máxima; sobre todo, era el Papa quien la buscaba… Lumen Gentium fue votada por unanimidad, menos cinco votos. Pablo VI obtuvo la unanimidad que tanto deseaba. No se quiso, además, que una escuela triunfase sobre la otra. Esto es muy claro, por ejemplo, a propósito de la colegialidad. El Concilio dio un impulso, pero quien va precisando las cosas será la vida misma. Lo importante para mí es que el Concilio tuvo lugar. Hoy, todavía es difícil percatarse de que el hecho conciliar fue absolutamente fantástico. Lo vuelvo a repetir, nadie lo esperaba».
Congar, en su Diario del Concilio, nos ha dejado una apretada síntesis sobre la influencia de su teología en el Concilio. «Estuve muy comprometido en la preparación de los grandes textos conciliares: Lumen Gentium, sobre todo en el capítulo II; Gaudium et Spes, Dei Verbum, el gran texto sobre la Revelación; en el ecumenismo y la libertad religiosa; sobre las religiones no cristianas y las misiones. Trabajé igualmente mucho con la Comisión del Clero, que dio origen al texto Presbyteroum Ordinis. Los padres parecían haber olvidado a los sacerdotes. Estos tenían ciertamente un texto, bastante mediocre, una especie de mensaje, redactado muy aprisa en el último período del Concilio. Yo protesté: los sacerdotes no tienen necesidad de una exhortación, sino que se les diga qué son, y cuál es su misión en el mundo de hoy. Fue entonces cuando me invitaron a trabajar en la elaboración de un nuevo texto».
Crisis posconciliar
Congar reconoce que «el posconcilio ha sido y es una prueba para los hombres de nuestra generación». Según él, dos han sido las principales aportaciones del Concilio: la salida del tridentinismo y el sentido pastoral del Vaticano II. «Diré una palabra sobre la responsabilidad del Concilio en eso que llaman la crisis. A mi parecer, esta responsabilidad tiene algo de real, pero es inseparable de la gracia y del beneficio que el Concilio representa para la Iglesia e incluso, diría, para el mundo. Este beneficio ha consistido principalmente en la salida del tridentinismo. No se trata aquí del Concilio de Trento, sino de un sistema que envolvía todo: la teología, la ética, el comportamiento cristiano, la práctica religiosa, la liturgia, la organización, el centralismo romano, la intervención de las congregaciones romanas, etc.
En realidad, este sistema no se confunde con el Concilio de Trento ni con el Vaticano I, a los que el Vaticano II ha citado numerosas veces».
La segunda gran aportación conciliar Congar la sitúa en que «si en algo el Concilio tuvo un sentido, fue el de pasar del terreno ideal e ideológico a lo concreto de la vida de la Iglesia. No es casualidad que Juan XXIII lo llamara Concilio pastoral. Se ha observado que lo que Juan XXIII designaba por pastoral era la doctrina, pero expresándose en la historia, en el tiempo y en el mundo actual. Es cierto que algunos han abusado de este término para afirmar que, puesto que es pastoral, no es doctrinal. Esto es absolutamente falso: es doctrinal, pero doctrinal-pastoral, es decir, doctrinal con una doctrina que exige ser aplicada históricamente, que no es una especie de tierra de nadie entre el cielo y la tierra, una especie de marco absoluto, inamovible, intocable. No, no era eso. Es necesario aplicarlo concretamente».
Y concluye: «Este Concilio es obra del Espíritu; por mi parte, he podido verificarlo más tarde. He visto, por ejemplo, a los obispos reunidos en el Concilio acceder a la idea del ecumenismo, de manera casi unánime, en una sesión, en poquísimo espacio de tiempo. Ello me permite pensar que el Espíritu Santo ha actuado».
En 1994, Juan Pablo II le creó cardenal de la Iglesia, como reconocimiento a su participación en el Vaticano II. Murió al año siguiente, en junio de 1995.