Ambos aspectos nacen de su sensibilidad especial por el sufrimiento ajeno y también del que padeció en sus propias carnes
Dicen que detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer, aunque no necesariamente en una relación sentimental. Hans Urs von Balthasar ha pasado a la historia como uno de los grandes teólogos del siglo XX, su obra se estudia en facultades de Teología de todo el mundo y, sin embargo, él señalaba que había una mujer, contemporánea suya y con la que había compartido el camino de la fe, que era muy superior a él: «Yo he recibido más de ella que ella de mí», escribía refiriéndose a su gran amiga, Adrienne von Speyr. El testimonio de vida de ella le impresionó tanto que, diez años después de su muerte, Von Balthasar publicó una de sus obras menos conocidas: Adrienne von Speyr. Vida y misión teológica.
Puede decirse que su camino de conversión y su vocación por la Medicina fueron siempre de la mano. Ambas nacen de su sensibilidad especial por el sufrimiento ajeno y también del que padeció en sus propias carnes. Ya de niña le encantaba visitar a su tío, director del hospital cantonal de Berna —ella vivía cerca de Basilea— y sentarse junto a los pacientes, también los más graves.
Con quince años, su padre falleció de una enfermedad repentina, y, entonces, sintió la responsabilidad de asumir más cargas en su casa. Un peso excesivo para una adolescente débil de salud, que enfermó de tuberculosis. La enfermedad la obligó a pasar largas temporadas ingresada en distintos sanatorios, donde descubrió en la oración un consuelo cada vez más cotidiano. Calvinista por tradición familiar, Adrienne, sin embargo, se sintió más acogida en la capilla católica.
Se pagó los estudios
En su casa no recibió ningún apoyo para estudiar Medicina, ni siquiera de su tío de Berna, así que ella misma se pagó los estudios con mucho trabajo extra. De esos años, lo que recordaba con más ternura eran las horas incansables al lado de los enfermos graves, con quienes rezaba y ayudaba en el tránsito hacia la muerte. Mientras su vocación profesional era evidente, puesto que vibraba con cada paciente, la vocación personal le hizo sufrir más. Adrienne enviudó pronto de su primer matrimonio y fue en 1940, cuatro años después de contraer segundas nupcias, cuando encontró al fin la paz al entrar en la Iglesia católica.
Desde entonces, su creación es extensa; escribe comentarios sobre las Sagradas Escrituras que podrían ocupar en total unos sesenta volúmenes, según su amigo Von Balthasar. Decíamos que la fe y la medicina habían ido siempre de la mano en su camino, y como si fuera una prueba, tras su conversión, apareció de nuevo la enfermedad: a una dolencia cardíaca seria se sumó pronto una diabetes. Paulatinamente, tuvo que retirarse de la atención a sus pacientes. Tras aficionarse al bordado, perdió también la vista. Una tortura que la llevó a escribir en sus últimos días: «¡Qué hermoso es morir!». Ocurrió el 17 de septiembre de 1967, tres días antes de su 65 cumpleaños.