En Las parábolas de la oración, el obispo experto en exégesis bíblica Antonio Pitta entra en el magisterio del Mesías para rezar, trazando un itinerario de aprendizaje y profundización en la vida espiritual del discípulo
El quinto volumen de los Apuntes sobre la oración mantiene la vista en Jesús de Nazaret como maestro del buen rezar, si bien en esta ocasión Antonio Pitta, doctor en exégesis bíblica y obispo de Lucera, se centra en ese género del docere et delectare que manejó como nadie el Mesías: la parábola. Sobre la base del Evangelio de Lucas y cinco de sus más conocidos relatos, el autor va tejiendo una relación entre estas historias y el padrenuestro.
Además, mediante la referencia a estas parábolas se va trazando un itinerario de aprendizaje y profundización en la oración, pues, en opinión de Pitta, «los hombres y las mujeres se convierten en personas de oración siguiendo a quien ya ha aprendido a orar». Y quién mejor que el Hijo de Dios, un hombre de oración, cuya capacidad de forjar una relación con el Padre se basa en la lucha y el sacrificio para transformar «lo cotidiano y lo profano en sagrado y santo», pues «aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer». En este sentido, «Jesús enseñó a orar orando», y recurrió para instruir a sus discípulos a un método que no utilizaban los fariseos: «Eligió la vida cotidiana de su pueblo para enseñar a orar con parábolas». «Para comprender la voluntad del Señor —escribe Pitta—, es necesario crecer en pequeñez; si no, se aleja y esconde ante quien se jacta de su propia inteligencia». Durante su magnífico estudio, el autor de Las parábolas de la oración nos propone un hilo conductor para completar las cinco fases de la escuela de oración enseñada por Jesús, donde el padrenuestro nos lleva de una historia a otra y estas, a su vez, nos sirven para sacarle todo el partido a la oración que Cristo nos legó. En primer lugar, la parábola del amigo inoportuno (Lc 11, 5-13) nos muestra una oración instigada por la urgencia y cómo esta debe evolucionar a una forma de rezar inspirada por el Espíritu, pues la oración «es como el pan necesario entregado por el Padre a sus propios hijos. Con el Espíritu, el Padre da a cada discípulo lo necesario para él».
La segunda fase, con la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32), nos enseña que es imprescindible pedir perdón, que «Dios es un padre que busca a sus hijos», y que «con su misericordia corrige la oración dictada por la urgencia de su hijo pequeño, santificándolo con su compasión». Sobre el mayor, restablece su fraternidad, pues «no podemos invocar a Dios como padre sin reconocer a nuestro hermano».
Con la parábola de la viuda y el juez (Lc 18, 1-8), vemos cómo se nos pide no caer en una tentación que no es de tipo moral, sino fundamental: la de «quien ya no se fía de Dios y desiste en la oración». Dios «no necesita una justicia ecuánime, sino que hace justos a los que ama con su voluntad», y también nos convence de que toda fe está obligada a atravesar la prueba.
En el relato del publicano y el fariseo (Lc 18, 9-14), obtenemos una lección sobre la oración no hecha de palabras, sino en la forma de ponerse delante del Señor. Frente a la arrogancia de uno, la actitud humilde del otro, por la que es justificado y santificado por Dios. «Cuanto más seamos hombres y mujeres de oración, más humildes seremos, como María», en palabras de Pitta.
Por último, en la breve pero incisiva parábola de la higuera (Lc 21, 29-33) la oración «llega a su plena maduración cuando por medio de la vigilancia permite al discípulo reconocer los signos de los tiempos o del reino de Dios que se acerca». No resulta fortuito que este último estadio en la escuela de oración de Jesús termine «con la vigilancia abierta a la esperanza», en vistas al encuentro con el Señor.