Católicos y científicos: Pedro Rocamora Valls, por Alfonso V. Carrascosa, científico del CSIC
Se cumplen los 75 años de la revista Arbor, decana de la edición ininterrumpida como revista científica CSIC, que también en 2019 cumple 80 años. Muchos fueron los católicos que dirigieron los destinos de tan importante publicación, uno de ellos Pedro Rocamora Valls (1912-1993).
Dirigió Arbor desde 1970 hasta 1984. También de la Ascociación Católica de Propagandistas, dice de él Onésimo Díaz:
“Pedro Rocamora Valls (Madrid, 9 de diciembre de 1912; Madrid, 31 de diciembre de 1993). Sexto Director de Arbor (desde el 20 de enero de 1970 hasta el 25 de septiembre de 1984). Estudió en el Colegio de los Padres Agustinos de Madrid. Licenciado y doctor en Derecho por la Universidad Central. En los años treinta fue profesor ayudante de Derecho Civil en Madrid y ejerció como abogado. En 1940 fue nombrado jefe de la secretaría política del Ministro de Educación. Director del Colegio Mayor Jiménez de Cisneros de Madrid. Director General de Propaganda. Presidente del Ateneo de Madrid (1946-1951). En 1953 fue corresponsal del diario ABC en París. Agregado cultural en Roma y Lisboa. En el CSIC fue jefe del servicio de Información y Documentación. Presidió el sindicato de los estudiantes católicos en los años treinta y después fue Propagandista. Autor de numerosos libros y artículos de temática variada”.
Pedro Rocamora Valls, abogado y periodista, fue uno de los primeros jóvenes que entró en contacto con san Jose María Escrivá de Balaguer en el año 1928, habiendo dejado un extenso relato de los recuerdos que conserva de la actividad de San Josernaría en esa época.
‘Conocí a D. Josemaría Escrivá de Balaguer en el año 1928. Me lo presentó un joven estudiante de Arquitectura, José Romeo Rivera, que era de Zaragoza, y que había conocido al Padre en la capital aragonesa. Creo que el motivo fue una Asamblea Nacional de la Confederación de Estudiantes Católicos. Yo era entonces Presidente de la Casa del Estudiante, y a partir de ese primer contacto con el Padre, nuestra amistad se hizo auténtica y profunda.
En aquellos momentos de mi juventud, Josemaría tenía en toda su plenitud esas dotes o cualidades temperamentales que habían de cualificar su personalidad a través de los años. En primer lugar, una simpatía arrolladora, que se sumaba a algo más profundo: era imposible conocerle y no sentirse atraído por el influjo de su espíritu.
En la Confederación de Estudiantes Católicos un gran número de amigos y compañeros míos habían ingresado en la Compañía de Jesús: Pepe Martín Sánchez, Tomás Morales, Granda. No recuerdo la fecha. Debía ser entre finales del 28 y principios del año 29. Algunos jóvenes de nuestro grupo nos creíamos al borde de la vocación sacerdotal. Reconozco que las dudas de esa vocación me acompañaron durante varios años de mi juventud. Ello hacía que mis conversaciones con el joven sacerdote que acababa de conocer, acrecentaran nuestra amistad, dando a ésta una indudable dimensión sobrenatural.
Por aquellos días, D. Josemaría estaba escribiendo en un cuaderno, unas ideas que me atrevería a llamar fundacionales. El cuaderno en que habla empezado a escribir sus pensamientos no tenía la cruz en la tapa sino dentro, en un ángulo de la primera página. Era una cruz formada por cuatro flechas disparadas hacia los cuatro puntos cardinales. No había copia, que yo sepa, de aquél cuaderno. Estaba escrito a mano, de su puño y letra. Lo llevaba consigo. A veces en un quiosco de la Castellana que había cerca de la esquina de la calle de Riscal, donde íbamos algunas tardes al anochecer nos leía páginas enteras a veces tan sólo dos o tres pensamientos.
Reconozco que a mí me parecieron ideas demasiado ambiciosas. El Padre las formulaba con una sencillez y una seguridad que asombraban. Yo pensaba en la fuerza que tenían las órdenes religiosas, con largos siglos de existencia, y me parecía casi imposible que las ideas de aquel sacerdote aragonés, a pesar de su bondad y de su virtud, pudieran un día realizarse. (…)
Había asumido tal empresa como el que sabe que tiene que cumplir una especie de sino determinado en su vida. Y el Padre todos lo veíamos no tenía ningún apoyo humano, ni ningún poder. Era sen cillamente un sacerdote que no contaba con ayudas oficiales de ningún género. (…)’.