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¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?

23 de junio · XII Domingo Tiempo Ordinario
Job 38, 1.8-11; Sal 106; 2 Cor 5, 14-17; Mc 4, 35-41

En el número anterior dedicábamos unas líneas a profundizar en lo que significaba la fiesta de Pentecostés, contemplando al Espíritu que viene en ayuda de nuestra debilidad y nos impulsa a vencer nuestros miedos y parálisis, lanzándonos así a la misión. El Evangelio de este domingo vuelve a hablarnos de miedos que nos paralizan y nos roban la esperanza, como les pasó a aquellos primeros discípulos. Y no es que no confiaran en Jesús o desconocieran su poder, puesto que el evangelista nos narra como ya habían sido testigos de diversas curaciones —el endemoniado, la suegra de Pedro, el leproso, el paralítico…—, pero es que el miedo no entiende de razones, es incapaz de ver la realidad con ponderación. Así les pasaba a aquellos primeros discípulos; se encuentran en medio del lago, en una frágil barca y envueltos por una tempestad: solos, desprotegidos y amenazados. Jesús está con ellos, pero, al menos en un primer momento, no se fijan en él, solo en sí mismos y en sus posibilidades. Y, cuando por fin caen en la cuenta de que Jesús está ahí, pero dormido, al miedo se suma la indignación: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». 

Nos suena la historia, ¿verdad? ¿Acaso no es un fiel reflejo de nuestra vida? Conocemos muy bien a Jesús y sabemos de su poder, pero, en los momentos de dificultad, cuando nos sentimos desbordados y amenazados, somos incapaces de verlo, tranquilo y sosegado a nuestro lado. Y cuando somos capaces de verlo, fácilmente nos sale el reproche, porque el miedo se ha apoderado de nosotros.

¡Qué hermoso sería ser capaces de reconocer que Jesús no ha abandonado nuestra barca! ¡Que él sigue ahí! Precisamente, porque ha sido él el que nos ha invitado a subirnos y a ir hasta la otra orilla. 

Si nos hemos subido a la barca de Jesús y hemos marcado el rumbo hacia donde él nos pide ir, no debemos tener miedo, puesto que tiene el poder suficiente para calmar toda tempestad, por muy turbulenta que nos parezca. Quizás solo nos falte dar el paso de los discípulos: el de despertar a Jesús y, humildemente, volver a dejar nuestra vida en sus manos, confiar en su poder, pues ¡hasta el viento y el mar le obedecen! 

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