Jl 2, 12-18; Sal 50; 2 Cor 5, 20 – 6, 2; Mt 6, 1-6. 16-18
Con la celebración del Miércoles de Ceniza arrancamos un nuevo tiempo litúrgico: la Cuaresma. Y lo hacemos con la mirada puesta no tanto en la Cuaresma en sí, como en aquello para lo que nos prepara: para celebrar los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, que seguiremos festejando durante la Pascua. Lo importante de este tiempo es ayudarnos a afianzar este encuentro con Jesús, que se entrega y vence a la misma muerte por nosotros.
Para ello, la Iglesia nos invita a preparar nuestro corazón cuidando las tres prácticas que Jesús nos señala en el Evangelio: la limosna, la oración y el ayuno. No se trata de tres elementos aislados ni, mucho menos, carentes de importancia. Aquel que busca sinceramente a Dios descubrirá en estas tres invitaciones un camino privilegiado que nos ayuda a salir de nosotros mismos para encontrarnos con el rostro misericordioso del Padre manifestado en Jesús. El ayuno, por ejemplo, nos recuerda que no está en nosotros mismos ni en nuestras cosas aquello que satisface nuestra sed interior. Una vida egoísta no sacia; un armario a rebosar no llena; una cartera bien equipada de billetes y tarjetas no basta. Nuestro corazón anhela algo mucho mayor que no encontraremos en las cosas del mundo. Practicar el ayuno, no solo de alimentos, sino también de televisión, de compras prescindibles, de caprichos, nos ayuda a comprenderlo mejor.
La renuncia que supone el ayuno nos ayuda también a abrirnos a los demás. El fruto de las renuncias puede y debe convertirse en limosna hacia aquel que pasa necesidad. Y es precisamente cuando nos olvidamos de nosotros mismos para ayudar al otro, cuando el corazón comienza a abrirse y ensancharse de tal manera que esa sed interior comienza a calmarse. ¡Qué alegría experimentamos cuando nos damos al otro a través de la ayuda económica, de la donación de nuestro tiempo o del voluntariado! El corazón comienza así a transformarse y crecer, pero aún le falta algo… En ese salir de uno mismo para ayudar al otro nos damos cuenta de que necesitamos encontrarnos con Alguien que se esconde detrás de esos rostros, y que constantemente llama a nuestra puerta. La oración es el mejor medio para poder descubrirlo, hablarle y… ¡escucharlo!
Es este encuentro con el Dios vivo el que sacia nuestro corazón de tal manera que se siente sostenido para seguir saliendo al encuentro del otro y da fuerzas para vivir alegres en medio de las renuncias. Un misterio de amor que permite descubrir a ese Padre que ve en lo secreto y que nos recompensa.