19 de mayo · Domingo de Pentecostés
Hch 2, 1-11; Sal 103; 1 Cor 12, 3b-7. 12-13; Jn 20, 19-23
La Pascua toca a su fin. Durante cincuenta días hemos festejado y proclamado que Jesús ha resucitado: él está vivo y nos quiere vivos. Y como fruto de esta convicción y esta experiencia, nace en el alma de cada cristiano la paz y la alegría que él ha venido a traernos.
Acaba, pues, este tiempo pascual, pero no desaparecen por ello ni la alegría, ni la paz, ni la vida. Es más, el Evangelio de hoy nos recuerda cómo Jesús resucitado envía sobre cada uno de los suyos el don del Espíritu Santo, y este se derrama abundantemente, produciendo sus frutos: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza (Gal 5, 22-23).
Son frutos de una vida en Cristo que cada uno puede experimentar en su propia carne, pero que no son para guardarlos para sí. Como los apóstoles, nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído (Hch 4, 20), queremos llevar al mundo este mensaje de salvación y hacer que otros también puedan experimentar lo que vivimos.
Sin embargo, tantas veces nos pueden nuestros miedos y recelos, nos da vergüenza, tememos la reacción, nos sentimos incapaces. Pues, precisamente por eso, Cristo desea derramar abundantemente su Espíritu sobre nosotros. Todo tiempo es tiempo del Espíritu, toda acción de la Iglesia es obra del Espíritu Santo, y la fiesta de hoy nos invita a hacernos bien conscientes de ello.
Es el Espíritu el que viene en ayuda de nuestra debilidad (Rm 8, 26) para lanzarnos a la misión. La actitud de los apóstoles da un vuelco tras recibir este inmenso don. En un primer momento, también nos los encontramos temerosos, escondidos, convencidos de su fracaso, pero tras contemplar a Cristo resucitado y recibir al Paráclito, rompen todas sus ataduras y se lanzan a anunciar cuanto han visto y oído. No desaparecen las dificultades, pero son capaces de vencer sus miedos.
También nosotros imploramos hoy a este Espíritu Santo Consolador, para romper nuestras cadenas y lanzarnos al mundo. Ciertamente, sabemos que, como a ellos, no nos faltarán dificultades, incomprensión e incluso persecución, pero estaremos siendo fieles a este envío que el Señor nos hace. Como nos exhorta el papa Francisco, «prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades» (EG 49).