Como cada año, el tapiz de la Cuaresma nos pone de nuevo ante la cruz de Jesús. El litúrgico es un tiempo cíclico —al modo y manera en que lo entendían los indoeuropeos—, que contrasta con la concepción judeocristiana de peregrinación lineal hacia el Cielo. En todo caso, en momentos en que la idea de progreso social debe ser, cuando menos, sometida a reflexión, la cruz permanece como escándalo. La cruz como aquello que el hombre no quiere mirar, como un objeto oscuro envuelto en una elipsis ante la que vivir como si esta no existiera. Nada nuevo hay en los miedos y prejuicios del hombre contemporáneo, pues la cruz, así vista, es la misma que veían los súbditos bajo la bota de Roma. La cruz para escarnio, tortura y muerte de los malhechores. Era una justicia bárbara para cualquier bandido, cuánto más para el Dios hecho hombre, un hombre bueno que jamás cometió pecado.
Los cristianos no amamos el dolor y el sufrimiento, no adoramos dos tablones de madera y unos clavos oxidados. Pero intentamos ser conscientes —memento mori— de que, cuando llega, la cruz se impone sobre cualquier otra realidad. Es la más intensa de las realidades. No importan los planes, las máscaras o las ideologías. Cuando se impone la cruz, el hombre no puede mirar hacia otro lado.
Pero el cristiano debe saber mirar más allá, pues, permaneciendo junto a la cruz de Jesús, la vida cobra sentido, el amor se vuelve más puro y brota la verdadera esperanza.
Cristo pasó miedo y terribles padecimientos. No por gusto ni por cumplir, sino por amor. Como recuerda Francisco, «nadie tiene más amor que el que da la vida por los demás; esto lo enseñó Jesús. Por eso, cuando miramos al crucificado, tan doloroso, vemos la belleza del amor que da la vida por cada uno de nosotros». Sabemos que Dios nos ama y tenemos la garantía de que lo hará siempre, porque esta promesa superó la peor de las pruebas. Sentirnos amados cada día, recordar ese «porque yo te amo» nos da la anhelada felicidad y da sentido a nuestra vida. Inspira la verdadera conversión, al hermanarnos con los demás, mira al que sufre y hace florecer la caridad.
La felicidad no puede ser un escapar de las malas noticias, huida hacia delante condenada al fracaso. Si algo hay tan cierto como la muerte, es el sufrimiento. La diferencia es cómo lo afrontamos. No es lo mismo sufrir por amor, o por otro al que amamos, que encerrado en uno mismo. En el número pasado de ECCLESIA, Erik Varden decía que «el mal es irracional por naturaleza y no podemos entenderlo». Puede que no lo comprendamos del todo, pero sabemos que Jesús lo pasó antes, sabemos que pocos padecimientos puede haber en la historia a la altura de María al pie de la cruz. No estamos solos.
No colgamos en nuestro cuello un instrumento de tortura y vilipendio, sino el amor de quien pagó bien por mal hasta el extremo y acabó derrotando a la misma muerte. La cruz de Jesús es la confirmación de que Dios es leal y cumple sus promesas.
Les proponemos un fantástico vía crucismeditado por fray Vicente Niño, OP. Solo convirtiendo nuestra mirada al Señor, descubriremos la salvación donde el mundo solo ve muerte.