Erik Varden se ha convertido en un fenómeno en España: el obispo noruego está revitalizando, desde las raíces y la cultura, el discurso católico en la modernidad
La popularidad que ha alcanzado Erik Varden (Sarpsborg, 1974) en nuestro país era, desde luego, un fenómeno improbable para un monje trapense y obispo noruego, cuyo reconocimiento y autoridad se han cimentado en la profundidad y belleza de sus libros. Formado en la Universidad de Cambridge y en el Pontificio Instituto Oriental de Roma, monseñor Varden es autor de dos importantes obras, recientemente vertidas al castellano: La explosión de la soledad (Ed. Monte Carmelo, 2021) y Castidad. La reconciliación de los sentidos (Ed. Encuentro, 2023). El pasado mes de noviembre visitó España por primera vez y, con motivo de su participación en EncuentroMadrid, más un coloquio en la Fundación Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno con el catedrático Víctor Lapuente y una tertulia con universitarios en el Colegio Mayor Moncloa, mantuvo una instructiva conversación con ECCLESIA. El próximo 8 de febrero, impartirá una conferencia en la Universidad de Navarra titulada A la altura de la tormenta del corazón humano. Evangelización en tiempos de olvido, con motivo de la celebración de santo Tomás de Aquino.
En su encuentro con universitarios en Madrid, usted recordó aquel viejo dicho de los padres del desierto, atribuido a san Antonio Abad: «Hoy empiezo». Este es un apotegma que, en cierto modo, ha configurado la espiritualidad monástica. ¿Qué significado personal tiene este mensaje para usted? ¿De qué modo le apela interiormente?
Soy consciente de mis insuficiencias y fracasos. Cuando me miro en términos meramente humanos, me siento tentado a pensar: ¡esto es descorazonador!, ¿para qué esforzarse? Por eso mismo, necesito recordar que las categorías humanas resultan insuficientes. La imagen que presentan, aunque no sea falsa del todo, se encuentra distorsionada, como nuestro reflejo en un salón de espejos que nos hace reír a la vez que nos llena de tristeza. Entonces pienso en san Antonio. Conocemos su vida gracias a san Atanasio de Alejandría, con el que le unía la amistad. San Atanasio nos dice que, desde su infancia, san Antonio deseaba ser un material maleable en manos de Dios. Quería dejarse modelar por el Señor, convertirse en un hombre nuevo. Entendió que debía dar a su vida una consistencia con la cual Dios pudiera trabajar: lo suficientemente blanda para ser moldeada, pero a la vez lo suficientemente firme para retener la forma conferida. Para adquirir tal consistencia, se enfrentó a cada aspecto de sí mismo, a cada ansiedad, cada deseo, cada miedo, cada ilusión. Así aprendió a vivir en la verdad. A lo largo de su dilatada vida, se abandonó de forma radical en manos de la Providencia. Esto lo hizo fuerte, libre y compasivo. Se contemplaba a sí mismo y a los demás no con su propia luz, sino a través de los ojos de Dios, bañados en una luz de omnipotente benevolencia. Las palabras «¡hoy empiezo!», que pronunciaba a diario, suponen la renuncia a un proyecto personal que imagina un camino de perfección lineal. Había resuelto comenzar cada nuevo día como si fuera el primero de la creación, esperando que Dios realizara una sorprendente y embellecedora obra de salvación, incluso en ese trozo de arcilla que es nuestra carne. Yo también quisiera vivir así.
Ese inicio del que hablan los padres del desierto hace pensar, en efecto, en el relato de la creación en el Génesis: cada día tenemos que separar el bien del mal, la luz de la oscuridad. Diría que esta idea atraviesa su obra ensayística: desde el horizonte de la memoria cristiana en La explosión de la soledad y desde el de la integridad personal en Castidad. Antes de preguntarle expresamente por este último título, que acaba de publicarse en España, me gustaría proponerle aquellos dos interrogantes fundamentales que Romano Guardini quiso dirigirle a Dios al final de su vida: ¿por qué el mal?, ¿por qué la culpa?
Sería pretencioso por mi parte querer contestar a una pregunta planteada a Dios por un pensador de tal magnitud. Es cierto: el escándalo del mal ha perturbado a la humanidad en cualquier época. La pregunta «¿por qué?» no siempre encuentra respuesta, pues el mal, por su misma naturaleza irracional, no es susceptible de explicación. En nuestra vida es mejor no obsesionarse con los porqués, sino reconocer que el mal existe y que debemos disponer de criterios para identificarlo con el fin de poder contrarrestar sus efectos. Una vez que sabemos nombrar un mal específico, incluso si sencillamente afirmamos su falta intrínseca de sentido, este pierde gran parte de su poder sobre nosotros. Vemos que nuestra capacidad de razonar, el logos que hay en nosotros, trae luz a la oscuridad. Esa luz posibilita la esperanza. En cuanto a la culpa, a veces pienso que ha adquirido una excesiva mala reputación. A menudo nos decimos a nosotros mismos y a los demás: «Deshazte de la culpa», cuando esta en realidad puede ser un signo de salud espiritual. Si digo algo sarcástico para herir a otro y luego en privado me siento culpable, eso es bueno. Demuestra que mi conciencia está viva y que puedo iniciar un camino de arrepentimiento y reparación. Por supuesto, la culpa puede tornarse obsesiva y autodestructiva; como tal, constituye una enfermedad del alma. Simone Pacot distingue entre el «sentimiento de culpa» (destructivo, nacido de un odio de sí mismo subjetivo) y la «conciencia de culpa» (de tipo útil, basada en un sentido objetivo de la maldad). Es una buena distinción.
En su ensayo La tijera (Ed. Tusquets, 1993), Ernst Jünger reflexionaba acerca del empobrecimiento que supone reducir el sentido al significado. Recientemente, en una entrada de su blog Coram Fratribus, usted señalaba algo parecido: «Todo el mundo tiene ahora teorías personales sobre las diversas crisis de la Iglesia. Pero por lo que yo puedo ver, realmente solo hay una gran crisis: el eclipse gradual de quién es Jesucristo verdaderamente». En efecto, la acción de la tijera —de la que hablaba Jünger— no es ajena a la experiencia religiosa y por ello, en nuestro mundo postsecular, nos resulta mucho más sencillo aceptar a un Jesús meramente humano que no al Jesús Señor de la historia y Logos encarnado. ¿Cómo podemos recuperar la plenitud de nuestra fe en una época en la que nos hemos acostumbrado a simplificar y a reducir nuestras creencias?
Necesitamos reavivar nuestro interés por la teología, profundizando en las Escrituras y en el misterio de la fe manifestado en la liturgia. Percibo cierto antiintelectualismo en gran parte del catolicismo contemporáneo. Es una tendencia que me preocupa. Logra la asombrosa hazaña de hacer que la fe parezca aburrida. Históricamente hablando, cualquier renovación real de la Iglesia —y ¿quién duda de que se precisa una renovación?— ha contado con una dimensión intelectual que nutre tanto la empresa espiritual como la caritativa. Una paradoja que me desconcierta es esta: navegamos siguiendo la estela de un concilio cuyo lema fue: «¡Retorna a las fuentes!»; sin embargo, nuestro discurso se hace cada vez más estrecho, más autorreferencial y pragmático, cediendo a un vocabulario ajeno al pensamiento católico. Me pregunta cómo podemos recuperarnos. Disponemos de excelentes herramientas. El Catecismo es un recurso monumental, cuyo marco y referencias se fundamentan en todo el abanico de nuestro patrimonio. Fijemos unos objetivos elevados, sin conformarnos con la mediocridad, preparados para «dar razón de nuestra esperanza» (1 Pedro 3, 15). Vale la pena defender esa esperanza. Debemos ayudarnos mutuamente en la labor de buscar lo mejor y más bello de nuestra tradición para presentar a Cristo, Alfa y Omega, de una manera creíble y atractiva para el mundo en que vivimos.
En este contexto, la pregunta por la transmisión de la fe me parece fundamental. Hay dos tentaciones que surgen de inmediato: amoldarse cada vez más al mundo en un aggiornamento sin criterio o rechazar decididamente la modernidad. ¿Sería acaso la pervivencia a través de los siglos del pueblo judío en la diáspora un modelo para una cristiandad que también padece su particular diáspora, al menos en Occidente?
Creo que sí. Pienso en un ensayo del rabino Sacks sobre la supervivencia contra todo pronóstico de la fe judía. Sacks se preguntaba: «¿Podría nuestro pueblo haber sobrevivido sin los rituales, ni los 613 mandamientos que llenan nuestros días con recordatorios de la presencia de Dios? Posiblemente no. Siempre que los judíos han abandonado la vida de los mandamientos, han perdido su identidad en pocas generaciones. Sin los rituales, fácilmente muere el amor. Con ellos, en cambio, las brasas permanecen encendidas y pueden arder de nuevo». Aquí hay un mensaje para nosotros. No se trata de rechazar la modernidad. La modernidad es el aire que respiramos. ¡Y deberíamos estar agradecidos de poder respirar! Lo que importa es encontrar significado en la modernidad. Y para que eso suceda, nuestras raíces deben ser profundas.
Y a la vez mirar a lo alto, ¿no? No hay profundidad sin Gracia.
Por supuesto. La vida humana debe ser una vida en ascenso. Debe aspirar a lo sublime sin dejar de encontrarse arraigada en lo real. El modelo, si se quiere, es la escalera de Jacob más que la cesta colgante de Sócrates, descrita de manera tan ingeniosa como cruel por Aristófanes en Las Nubes.
Frente a muchos pensadores del siglo XIX, Alexis de Tocqueville sostuvo que la libertad y el cristianismo no son irreconciliables. Hoy surge un prejuicio similar cuando se sostiene que el cristianismo y la modernidad resultan incompatibles. ¿Lo cree así? ¿Dónde se tocan y dónde se separan? ¿Cómo reconciliarlos?
¿Qué es el cristianismo? El cristianismo es la creencia de que la Palabra por la cual y para la cual todas las cosas fueron creadas entró en la historia con la finalidad de corregir errores fundamentales y de perdurar después a través de los siglos por medio de una comunidad de creyentes —la Iglesia—, siendo fuente de orientación, fortaleza, corrección y consuelo hasta que la historia llegue a su fin. En estos términos, ningún período es incompatible con el cristianismo; pero cada época presenta al cristianismo el desafío de articularse de nuevo de una manera efectiva e inteligible «para que el mundo crea» (cf. Jn 17, 21). Lo que importa es escuchar las verdaderas preguntas que plantea nuestro tiempo y luego ver cómo nuestra fe en Cristo ofrece respuestas. Hay una tendencia en la Iglesia a proferir discursos largos, abstrusos y monologantes acerca de ciertas cuestiones que en realidad nadie plantea. Con ello, lo que el mundo percibe es una mera efusión de aire caliente.
En su reciente libro sobre la castidad, usted subraya que guardar esta virtud fundamental nos impulsa a ser íntegros, situándonos así muy cerca del horizonte de santidad. ¿De qué modo nos conduce a una vida plena?
Los términos «sanación», «santidad» e «integridad» están vinculados contextual y etimológicamente. Esto es fascinante desde el punto de vista lingüístico y resulta importante para nuestras vidas. La santidad a la que estamos llamados actúa por la gracia, integrando todo lo que constituye propiamente nuestro ser, como vimos en el ejemplo de san Antonio Abad. Vernos arrastrados en diferentes direcciones, por deseos o necesidades antagónicos, nos drena la energía y el coraje. Le quita entusiasmo a la vida. En cambio, una sana integración representa una fuente de fortaleza. Eso es lo que está en juego cuando nos acercamos a la castidad.
En Madrid insinuó que la castidad reviste también una dimensión política. Se trata de una idea muy sugerente, sobre todo si pensamos en las heridas del cuerpo político, que se traducen en malestar social y han contribuido al retorno de los populismos. ¿Qué relación existe entre la castidad y las ideologías? ¿Hasta dónde llega esta implicación política?
Si aceptas la relación entre castidad e integridad, el vínculo resulta evidente, creo yo. El camino hacia una casta integridad pasa por la confrontación honesta con las incoherencias y las pasiones que llevamos dentro. Este modelo también podría trasladarse al cuerpo político, que tiende a proyectar dichos defectos en los demás, evitando la catarsis y —si aceptas el término— la conversión. Vivir y amar castamente consiste en reverenciar al otro, rehusando verlo simplemente como un instrumento para la realización de mis propósitos o deseos. Aquí también tocamos una dimensión clave de la sociedad.
En EncuentroMadrid, usted se preguntó en voz alta: «¿Dónde está escrito que hoy no pueda ser el día de mi salvación?». Al escucharle, enseguida pensé en la honda tradición escatológica de la espiritualidad monástica, en la que usted como monje trapense se halla inmerso. ¿Cómo conectar esta herencia —que conduce de la oración al trabajo, de la gramática a la escatología— con un lector de hoy?
San Benito ordena que la liturgia de cada día comience en la oscuridad de la noche recitando el Salmo 95. Allí leemos el siguiente versículo: «¡Ojalá escuchéis hoy su voz! ¡No endurezcáis vuestro corazón!». Regresamos así al tema de la Palabra trascendente que permanece a lo largo de los siglos. La Palabra nunca está en silencio. Que nos hayamos preparado para recibirla o seamos capaces de escucharla es otro asunto. Nuestra tarea consiste en preparar nuestros corazones, evitando que se forme una coraza de cinismo a su alrededor a fin de mantenernos vulnerables, receptivos. Y luego escuchar y atender. Si lo hacemos, podremos descubrir con una claridad inesperada que el reino de Dios se encuentra ya en medio de nosotros (cf. Lc 17, 21).
Un concepto central en su obra es la noción de anhelo, que usted define como un rumor inmortal inseparable de la conciencia humana. ¿Dónde percibe el anhelo de Dios en nuestro mundo?
A riesgo de parecer banal, le diría que casi en todas partes. «Los cielos pregonan la gloria de Dios», rezamos en un salmo (Sal 19, 1). En el mundo natural, esta dimensión resulta obvia. Entre los hombres y mujeres, esta dimensión es más misteriosa y oculta. Pero creo que el ser humano necesita poseer un anhelo, vivir como el eco encarnado de una Palabra de la que tal vez ya no tenga conciencia. Esa falta de conciencia puede revestir en ocasiones un aspecto trágico. Puede encarcelarme en la frustración, incluso en la desesperanza: nada en el mundo parece responder a lo que realmente quiero. Pero también puede abrir espacios de auténtico reconocimiento, de un éxtasis inesperadamente exultante.
Poco antes de morir, el premio Nobel de Literatura Seamus Heaney mandó un mensaje de texto a su mujer con una escueta cita en latín: Noli timere («No temas»). Fueron sus últimas palabras. Llamado a la esperanza y anclado en la fe, ¿a qué tiene miedo monseñor Varden?
En los Evangelios, esas palabras fueron pronunciadas por nuestro Señor mientras se acercaba caminando sobre las aguas a los discípulos, que se hallaban atrapados en medio de una terrible tormenta. A continuación, añadió: «Soy yo». Lo único que realmente debemos temer es a separarnos de Aquel que Es. El sacerdote traduce este temor en una plegaria que reza en Misa antes de recibir la comunión: «Jamás permitas que me separe de Ti». Mientras me mantenga firme en esta intención, incluso aunque una tempestad furiosa se desate a mi alrededor, no tengo nada que temer.