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Estar junto a Cristo

Una vez concluido el tiempo de Navidad, la Iglesia inicia el llamado Tiempo Ordinario, que recorre los misterios de la vida de Cristo, empezando por una acción de especial trascendencia: la llamada de los apóstoles. En el Evangelio de hoy se narra la llamada de los tres primeros: Juan (que no se nombra a sí mismo), Andrés y Pedro. Cuando Juan y Andrés oyen decir al Bautista que Jesús es el Cordero de Dios, comienzan a ir tras él. Este se vuelve y les pregunta: «¿Qué buscáis?». Sorprendidos quizás por esta pregunta, le dijeron: «Maestro, ¿dónde vives?». Jesús les responde: «Venid y lo veréis». Y, según dice el evangelista, pasaron con él aquel día.

Este encuentro en apariencia fortuito encierra la experiencia más universal del encuentro con Cristo: estar junto a él viendo dónde y cómo vive. No se trata sin más de las aspectos más elementales de su vida, sobre cómo era su vivienda, sus enseres y su modo de vivir. Estar junto a él supuso para los primeros discípulos el conocimiento de su mundo interior, su misión y sus planes apostólicos. Solo así se comprende, que cuando Andrés se encuentre con su hermano Simón, al que Jesús llamará Pedro, le diga entusiasmado: «Hemos encontrado al Mesías». Y comienza así una serie de encuentros con otros apóstoles que terminarán formando parte del número de los Doce. En realidad, la Iglesia empieza a existir como tal comunidad con este grupo que son las columnas de la tradición y de la fe.

Esta experiencia del encuentro con Cristo es, como decía, el paradigma universal del discipulado. Se comienza a ser discípulo permaneciendo junto a Cristo, participando de su vida. Sin esta experiencia primera, la fe carece de sólido fundamento. Estar con Cristo provoca el conocimiento, el amor y el deseo de darlo a conocer a los demás, como hicieron los primeros apóstoles. Una prueba clara de la consistencia y autenticidad de la fe es si deseamos que otros conozcan a Cristo y participen de la alegría de la salvación que nos ofrece. Esto quiere decir el Concilio Vaticano II cuando afirma que la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, «vocación al apostolado» (AA 2). Cuando hablamos de apostolado, nos referimos a lo que nos viene de los apóstoles, de su propia misión.

Esta misión abarca toda la vida y todas sus dimensiones. No se es apóstol a ratos perdidos, ni en momentos determinados cuando realizamos una tarea eclesial. Se es apóstol siempre y en todo lugar. Aprovechar las oportunidad de dar testimonio de Cristo es el sexto sentido de quien ha tenido una genuina experiencia de fe. Esto no significa sermonear ni mucho menos imponer nuestras convicciones. Se trata de dejar fluir de lo más íntimo de nuestra conciencia la certeza de que Cristo es el Salvador que ha venido a dar sentido a nuestra vida y abrirnos a la experiencia de la paternidad de Dios y de la fraternidad entre los hombres. El apostolado es la comunicación espontánea de la fe que profesamos y que se convierte en testimonio ante los demás.

Es imposible hacer esto sin «permanecer con Él», con Jesús, como se dice de los primeros apóstoles. Esta permanencia vital y afectiva exige tiempo, dedicación, interés. Son los ingredientes del cultivo de una amistad que crece más y más. Es frecuente ideologizar el cristianismo convirtiéndole en una serie de eslóganes que prescinden del trato frecuente y afectivo con Cristo. Como decía san Juan de la Cruz esto es andarse por las ramas. Cuando Jesús tiene que explicar en qué consiste la relación con él utiliza la imagen de la vid y los sarmientos entre los que fluye la misma savia. Solo así se da la comunicación de la Vida que Jesús nos trae del Padre y que sostiene a la Iglesia como Cuerpo suyo, del que nosotros, somos sus miembros santos.

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