7 de abril · II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia
Hch 4, 32-35; Sal 117; 1 Jn 5, 1-6; Jn 20, 19-31
¡Paz a vosotros! Este es el saludo pascual por excelencia; el que no se cansa de repetir Jesús a los suyos en cada una de sus apariciones. Y también a nosotros.
Es innegable que hoy, como entonces, estamos necesitados de esta paz que Jesús ha venido a traernos. Una paz que no es algo meramente externo, que no consiste únicamente en una ausencia de conflictos, sino algo mucho más profundo: una paz que anhela un corazón como el nuestro que vive desbordado por el miedo, el recelo y las heridas.
Quizás no nos diferenciemos mucho del grupo de los once, encerrados en el cenáculo, replegados sobre sí mismos, invadidos por el miedo. También nosotros necesitamos de esa paz que solo puede dar aquel que ha vencido al pecado y a la misma muerte. Tantas veces la hemos buscado en falsos ídolos que no pueden dárnosla, esperando quizás algo extraordinario, más propio de superhéroes que, en realidad, no existen.
Jesús es el único que todo lo vence, también nuestros miedos más profundos, porque se ha entregado por cada uno de nosotros, hasta el extremo. Y esa certeza es la que nos sostiene y nos permite seguir caminando como un niño que se siente amparado por su madre.
Pero no solo el miedo, también la desconfianza y las propias heridas siguen perturbándonos y quitándonos la paz. Y esto requiere no solo protección, sino también sanación. Por eso, Jesús, tras este saludo, derrama sobre ellos su Espíritu Santo, el Espíritu consolador, que penetra las almas y es fuente del mayor consuelo, que fortalece lo débil y sana el corazón enfermo. El tiempo pascual, siendo el tiempo del Resucitado, es también, por excelencia, el tiempo del Espíritu. Aun así, son muchos los que siguen resistiéndose, los que nos seguimos resistiendo. Por eso, el evangelio de este domingo es de un gran consuelo.
El ver a todo un apóstol, Tomás, testigo como ha sido de tantas maravillas, que ha estado tan cerca del maestro y que, a la hora de la verdad, también duda y flaquea… No deja de ser nuestra viva imagen: también nosotros, que hemos experimentado el paso de Dios por nuestra vida, en los momentos de dificultad, sentimos cómo tambalea nuestra fe. Y ahí descubrimos a Jesús que, con esa delicadeza y contundencia propia del que todo lo ha vencido, nos pregunta: «¿Qué otra prueba necesitas? Bienaventurados los que crean sin haber visto».