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Iluminación

Uno podría hablar de cierto «adviento perpetuo» si repara en la cantidad de luces artificiales que le acompañan durante todo el año, en ese moteado de brillos, hologramas publicitarios, faros y pantallas de móvil que adornan, sin apenas percibirlo, toda su vida como guirnaldas de una Navidad que no se acaba.

Sin embargo, es llegar el fin de año y asiste, con verdadero pasmo, a una especie de maratón entre ciudades por conseguir el trono de los alumbrados, y no hay municipio que no se lance a competir por el presupuesto más alto, el fulgor más intenso, la oferta más clara, cifrando ahí el éxito —o fracaso— de su Navidad. Nos las habemos, cada vez más, con propuestas de ocio que hacen de la venida del Mesías no solo un motivo más de consumo, que eso ya, sino la premisa de atracción para un parque, un pasen y vean con olor a gofre en que la mugre del establo, el dolor de la Virgen, la incomprensión de san José, el silencio de la noche o el sueño de los pastores han de quedar ahogados por esa horterada de cascabeles, burritos sabaneros, trenecitos led, duendes, elfos y su tanto de criaturas mitológicas que vienen de lejos y que llegaron, ay, para quedarse. 

Que Vigo pueda verse desde Marte en estos días «tan especiales» o que Torrejón atraiga turistas de toda Europa quizá guste a quienes hacen en diciembre su agosto, y bien está, pero bueno es prevenir también de que ese delirio lumínico, ese haz de millones y millones de bombillas podrá cegarnos con su fogonazo, deslumbrarnos hasta hacernos perder la visión, pero en ningún caso iluminarnos de verdad. Y puede, llegado el caso, desviarnos de ese otro lucero, mucho más discreto y sencillo, tan débil que casi parece apagarse; aquel que orientó entonces los pasos de los magos y que también hoy quiere venir, titilando en mitad de la noche —«con su blancura silenciosa», que diría Casona— a traer el anuncio velado de una nueva madrugada. 

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