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La corrección viene del Señor

Estimadas y apreciadas, el cristiano es aquel que con corazón dócil y atento hace camino amoldándose progresivamente a los valores y al estilo de vivir proclamado en el Evangelio de Jesús. Estamos a las puertas del año jubilar que, por Dios, empezaremos en las próximas fiestas de Navidad. En este camino de preparación me ha parecido oportuno dedicar algunas cartas dominicales a hablarles de la corrección fraternal. Puede ser una buena manera de ir moldeando nuestra vida al estilo de Jesús, el Señor, para vivir con un corazón abierto al perdón y con un alma totalmente esperanzada en él.

Debemos decir, ante todo, que —según la Sagrada Escritura—, «la corrección viene del Señor». Debemos empezar, por tanto, dejándonos corregir por Dios mismo. Tan sólo si se acepta la corrección del Señor, uno será capaz de obrar con justicia y amor y, también, imitar la forma de actuar de Dios en nuestras relaciones con los demás.

«Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor», afirma el libro de los Proverbios (3,11). En el Antiguo Testamento, muchísimas veces el pueblo «no escucha la llamada», porque «no se deja corregir», «no confía en el Señor» (So 3,2). Los profetas claman contra este modo de obrar del pueblo y, anhelando su renovación espiritual, ponen en boca de Dios mismo el clamor por ese alejamiento, al no aceptar la corrección: «Yo me había dicho: “Al menos Jerusalén me respetará ; se dejará corregir, y no destruiré sus viviendas ni la castigaré, tal y como había decidido.” Pero, en cuanto se levantan, se desencaminan y ponen en práctica todos sus malos propósitos» (So 3,7). Es conocida la parábola del profeta Oseas que dibuja con su boda con una mujer de mala vida, de la que tiene tres hijos, quienes señalan el progresivo alejamiento de Dios por parte del pueblo de Israel. La afirmación clave es: «No hay verdad ni amor, no hay conocimiento de Dios» (Os 4,1), porque no hay fidelidad a la Alianza. El conocimiento de Dios equivale a cumplir los mandamientos. Pero en este pueblo «no hay conocimiento de Dios» porque no existe el mínimo de misericordia y de fidelidad que hagan el terreno fértil del que pueda brotar el cumplimiento de la Alianza. No sólo no hay misericordia, sino que falta un mínimo de contexto ético que pueda estar en sintonía con el conocimiento, y en el que se pudiera arraigar. «Lo que yo quiero es amor y no sacrificios, conocimiento de Dios y no holocaustos», afirma el Señor en boca del profeta (Os 6,6). De ahí que se indique también que Dios abre con severidad porque quiere corregir y enderezar la situación: «Dios los probó con fuego para escrutar sus corazones. Y a nosotros, tampoco quiere castigarnos. Cuando el Señor azota a quienes se acercan a él, lo hace para corregirlos» (Jdt 8,27). El mismo libro de los Macabeos indica que las «calamidades» y las «persecuciones han servido para corregir a nuestro pueblo, no para destruirlo» (2Ma 6,12), y eso porque «nuestro Señor, que es Dios vive, está irritado momentáneamente contra nosotros, […] quiere corregirnos y educarnos, pero volverá a reconciliarse con nosotros, sus sirvientes» (2Ma 7,33). Con un tono más suave, el libro de la Sabiduría indica que la «simple corrección» del Señor es «inspirada por el amor» (Sv 11,9), y que «después de corregirlos con moderación, Dios les dará una felicidad inmensa, porque los ha puesto a prueba y los ha encontrado dignos de él» (Sv 3,5).

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