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Teresa de Lisieux: una santa extraordinaria en una vida ordinaria

Este 2023 se cumplen 150 años del nacimiento de Thérèse de Lisieux, más conocida como santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Nada más y nada menos que patrona de las Misiones, patrona Secundaria de Francia y doctora de la Iglesia. Ella, que murió a los 24 años y que no había salido del convento del Carmelo, desde que entrara con apenas 15 años. A ella le ha dedicado el papa Francisco su última exhortación apostólica Es la confianza, «sobre la confianza en el amor misericordioso de Dios». Como ella escribió en numerosas ocasiones, esa misericordia era su fuente de vida.

Teresa descubrió su vocación tras una infancia y adolescencia llenas de sufrimiento. Benjamina de una familia de nueve hijos —aunque cuatro fallecieron antes de que ella naciera— perdió a su madre de un cáncer de mama cuando contaba con solo cuatro años y medio. Entonces eligió a una de sus hermanas, Paulina, como segunda madre. Una madre que también perdió cuando Paulina decidió entrar en el convento del Carmelo, un hecho sin duda muy doloroso, pero que a la larga supondría la semilla de su temprana vocación. Así lo escribió la propia Santa Teresa en su autobiografía Historia de mi alma, dirigida a su segunda madre: «Yo comprendía que ella ya no iba a esperarme, ¡y que yo iba a perder a mi segunda Madre!… ¡Ah! ¿Cómo podré decir la angustia de mi corazón (…) Sentí que el Carmelo era el desierto adonde Dios quería que también yo fuese a esconderme… Lo sentí con tanta fuerza, que no quedó la menor duda». 

La historia de la santa de Lisieux, es, en definitiva, la historia de una conversión diaria, a través de los avatares cotidianos. Reconocía a Jesús en las cosas pequeñas: «La nieve, ¿no es aquí símbolo de la gracia que cae en una lluvia fecunda sobre nuestra alma?». Un reconocimiento que era fruto de un camino —caminito, decía ella— que partía de dos grandes momentos de conversión: la sonrisa de la Virgen cuando estaba enferma y la Nochebuena de 1885, día en el que «recibí la gracia de salir de la infancia, en una palabra, la gracia de mi completa conversión (…) En un instante la obra que no había podido hacer en 10 años, la hizo Jesús contentándose con mi buena voluntad, que nunca había faltado (…). Más misericordioso todavía conmigo que con sus discípulos, Jesús mismo cogió la red, la echó, y la retiró llena de peces… Hizo de mí un pescador de almas, sentí un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores, deseo que no había sentido tan vivamente… Sentí, en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, la necesidad de olvidarme para complacer, ¡y desde entonces fui feliz!»

El mejor ejemplo de que una vida sencilla, si está fundada en la confianza en Dios, es una vida grande y feliz, también en el sufrimiento. Esta es la invitación del Papa, «depositar la confianza del corazón fuera de nosotros mismos: en la infinita misericordia de un Dios que ama sin límites, y que lo ha dado todo en la cruz de Jesucristo». 

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