El Pontífice anima que los fieles examinen el modo en que las lágrimas están presentes en el examen de conciencia y en la oración, y anima a ejercitar la misericordia con los pecadores
«Volvamos a San Pedro y a sus lágrimas». Con estas palabras, Francisco ha invitado en la Misa Crismal de este Jueves Santo en la basílica de San Pedro a reflexionar sobre la compunción del apóstol tras haber negado tres veces a Jesús.
«La compunción es una punción en el corazón, un pinchazo que lo hiere, haciendo brotar lágrimas de arrepentimiento», ha dicho el Pontífice durante la homilía.
Y ha añadido: «No es un sentimiento de culpa que nos tumba por tierra, no es el escrúpulo que paraliza, sino un aguijón benéfico que quema por dentro y cura, porque el corazón, cuando ve el propio mal y se reconoce pecador, se abre, acoge la acción del Espíritu Santo, agua viva que lo sacude haciendo correr las lágrimas sobre el rostro. Quien se quita la máscara y deja que Dios mire su corazón, recibe el don de estas lágrimas, que son las aguas más santas después de las del Bautismo».
Para el Pontífice, llorar de compunción es «arrepentirse seriamente de haber entristecido a Dios con el pecado; es reconocer estar siempre en deuda y no ser nunca acreedores; es admitir haber perdido el camino de la santidad, no habiendo creído en el amor de aquel que dio su vida por mí».
Así, y tras pedir a todos que reflexionen sobre la presencia de la compunción y las lágrimas en nuestro examen de conciencia y oración, ha animado a estar cerca de los pecadores de este mundo, a los que dar amor.
«Las situaciones difíciles que vemos y vivimos, la falta de fe, los sufrimientos que tocamos, al entrar en contacto con un corazón compungido, no suscitan la determinación en la polémica, sino la perseverancia en la misericordia», ha concluido.
No es un sentimiento de culpa que nos tumba por tierra, no es el escrúpulo que paraliza, sino un aguijón benéfico que quema por dentro y cura, porque el corazón, cuando ve el propio mal y se reconoce pecador, se abre, acoge la acción del Espíritu Santo, agua viva que lo sacude haciendo correr las lágrimas sobre el rostro. Quien se quita la máscara y deja que Dios mire su corazón recibe el don de estas lágrimas, que son las aguas más santas después de las del Bautismo.