* Pablo S. Blesa Aledo es decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad Católica de Murcia (UCAM)
Los sistemas de Inteligencia Artificial (IA) generativa, de las características del popular ChatGPT, poseen la virtualidad de modificar la relación del hombre con los ordenadores, con el conocimiento y consigo mismo. Es un acontecimiento histórico equiparable a los efectos combinados de la introducción de la imprenta en el siglo XV, el psicoanálisis en el XIX, y el browser o la bomba atómica en el XX. Como incidía el Papa Francisco, confronta a la humanidad a preguntas tan radicales como «¿Qué es el hombre?, ¿Cuál es su especificidad y cuál será el futuro de la especie llamada Homo sapiens?».
Para el prestigioso historiador Yuval Harari, la emersión de estas herramientas «amenazan la supervivencia de la civilización humana». Sundar Pichai, el jefe de Google, estima que la AI favorece un cambio “más profundo que el fuego o la electricidad”. Estas consideraciones merecen una contextualización. El 30 de noviembre de 2022, la startup OpenAI daba acceso gratuito a ChatGPT3, un Large Language Model (LLM) diestro en la confección de lenguaje. Este ingenio se ha convertido en la aplicación de Internet de más rápido consumo en la historia.
El 6 de noviembre de 2023, la compañía publicó que daba servicio a más de 100 millones de usuarios a la semana. El camino evolutivo hasta este episodio culminante ha sido más largo de lo previsto. En los años 50, los investigadores del ramo concluyeron que la producción de una inteligencia computacional más apta que la humana llevaría menos de una década. Sin embargo, el sueño se tornó elusivo y el optimismo amainó: no solo no hubo avances significativos en los años 60, las décadas de los 70 y los 80 se consideraron estériles «inviernos de la IA».
En torno al año 2010, los académicos en las universidades se entusiasmaron con la posibilidad de crear «arquitecturas neuronales artificiales» capaces de inducir el «aprendizaje profundo» mediante la técnica del machine learning: las computadoras son programadas para correlacionar, aprender de los datos y mejorar con la experiencia de manera autónoma. A mediados de esa década, los ordenadores eran más capaces que ningún humano en reconocer imágenes, procesar audio o jugar.
La IA desarrollada por DeepMind derrotó al ajedrecista Kaspárov, al campeón del mundo de póker y al campeón del juego de estrategia chino Go. De los laboratorios, estas innovaciones fueron adoptadas prontamente por las grandes compañías tecnológicas: Google las aplicó en su buscador, Facebook en el tagging fotográfico, Apple en su asistente de voz, Amazon en sus recomendaciones de compra, y Tesla en sus vehículos de conducción autónoma.
La progresión de la IA desde los años 50 hasta hoy ha sido posible debido a tres desarrollos concomitantes: ordenadores cada vez más poderosos, abundancia de datos con los que alimentarlos, y algoritmos de aprendizaje cada vez más sofisticados. Estos son también sus límites actuales: se prevé un largo intervalo hasta el ordenador cuántico, y se agota el caudal de datos que ingestan los sistemas de IA para auto aprender.
Sin embargo, la capilarización, explotación y aceleración en la adopción de esta tecnología nos aboca a una coyuntura sistémica de cambios disruptivos. Algunos de estos cambios presentan una vertiente positiva, mientras que otros propenden a agudizar la comisión de delitos. El influjo en la economía, en el trabajo, y en la cultura son manifiestos. El capitalismo transmuta de la automatización —los robots substituyen a los brazos del obrero— a lo cibernético —la AI asume las competencias cognitivas—. Según la consultora PwC el impacto en la productividad de la AI equivaldrá en 2030 a la aparición en el mapa de una nueva China: una ganancia de 16 trillones.
El FMI augura que el 60 % de los empleos se verán afectados por la IA. Goldman Sachs advierte que 300 millones de empleos desaparecerán. Elon Musk señala que lo que desaparecerá será el trabajo: «Se alcanzará un punto en el que no sea necesario el trabajo». Como contrapunto, el Departamento de Trabajo de los Estados Unidos prevé que para 2030 se habrán creado al menos 30 profesiones nuevas en sectores de alta tecnología. Por cuanto toca a la producción cultural, en 2025 el 90 % del contenido en Internet será generado por IA; pocos años después, llegará a los cines el primer blockbuster producido íntegramente por una IA. Los efectos perversos de la IA inciden en la necesidad urgente de una regulación global.
El papa Francisco aboga por un tratado internacional; otras voces por el desarrollo de una agencia internacional con un modelo parecido al de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, en el marco de la ONU. Los riesgos actuales que presenta la IA están relacionados con la producción ad infinitum de desinformación, el dopado de los delitos que ya tienen lugar en la red; el poder de espionaje, control y vigilancia que otorga a los Estados sobre sus ciudadanos; su uso militar.
En último extremo, desreguladas y desligadas de la sensatez y la ética, estas tecnologías presentan un terminator risk: auspician la desigualdad, podrían enajenarse de sus creadores —«riesgo de alineamiento»—, y posibilitan la mutación del Homo sapiens en una especie híbrida «orgánico-cibernética», en consonancia con las distopías transhumanistas en boga.