Un año después de la última Jornada Mundial de la Juventud, su coordinador, el cardenal portugués Américo Aguiar, rememora los trabajos de la organización y, sobre todo, las emociones que suscitó un encuentro en el que «reinaba un sentimiento general de alegría»
Lisboa. El amanecer en el Parque Tajo, el atardecer en el escenario del Parque Eduardo VII, el Papa recordando en el viacrucis que «Jesús nos acompaña en la oscuridad». Ha pasado ya un año de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Lisboa. Las pulsaciones han bajado y los recuerdos se han asentado: es el momento de la reflexión. El cardenal Américo Aguiar se ha puesto a ello y lo ha reflejado en un texto al que ha tenido acceso Ecclesia.
El Padre Américo recuerda lo abrumador de enfrentarse a un evento de semejantes características: «En teoría, organizar una JMJ es demasiado para cualquier país y para cualquier Iglesia local». Porque «los recursos humanos, técnicos y financieros empiezan casi desde cero y nunca sabes dónde te llevarán». Pero también porque «no existen profesionales de la JMJ, que se dediquen exclusivamente a organizarlas cada vez que se celebran».
Sin embargo, «todos confirmamos que es posible. Y es hermoso, extraordinario y feliz. Aún hoy podemos contemplar la belleza del amanecer en el Parque Tajo y el atardecer en el escenario del Parque Eduardo VII, nuestro lugar del primer encuentro». El cardenal Américo Aguiar recuerda «qué extraordinaria fue la semana previa a las Jornadas, los Días en las Diócesis), en la que todo el país, todas las diócesis, ofrecieron lo mejor que tenían para acoger a los jóvenes, los cuidaron y los acompañaron juntos a Lisboa. En aquellos días reinaba un sentimiento general de alegría, de sonrisas entre extraños, de apoyo inesperado y desinteresado en las calles de la ciudad».
La satisfacción en los ojos del Papa Francisco
De manera muy especial, asegura que nunca podrá olvidar «la satisfacción que vi en los ojos del Papa Francisco, en las celebraciones, en las calles, en casa. Fue un consuelo que me sigue llenando de alegría hasta el día de hoy». Con él compartió «muchas de las alegrías y preocupaciones que llenaron nuestros días, especialmente en el año previo a la Jornada». Y atesora «los vídeos que grabó, de forma tan informal y cercana», que son «una muestra concreta de su estima por todos nosotros».
El agradecimiento ocupa un lugar prioritario en los pensamientos del Padre Américo. «Me gustaría poder agradecer personalmente a cada voluntario, a cada familia de acogida, a cada agente de seguridad, a cada empleado de todos los servicios que nos brindaron ayuda, a cada sacerdote, religioso y religiosa». Un sentimiento sin fin: «Me gustaría hacerlo llegar a todo el mundo. Decir a todos, sin distinciones de raza, lengua o credo, que cada Jornada Mundial de la Juventud es única y que ninguno de nosotros puede llegar a imaginar los frutos que pueden nacer y crecer en la vida de los jóvenes peregrinos, de las Iglesias locales o incluso de la Iglesia Universal».
También hay lugar para las sombras: «No todo salió bien, tuvimos momentos de verdadero sudor y lágrimas. No siempre nos entendimos, no siempre confiamos unos en otros, no siempre fuimos hermanos y hermanas en Cristo. Pero nuestras debilidades fueron y siguen siendo prueba viva de nuestra humanidad, solo superada por la inmensa misericordia de Dios, que se llena de compasión por sus hijos e hijas».
«Todo valió la pena»
Pero, un año después, al mirar hacia atrás, entiende que «todo valió la pena. Todos los días, cada viaje, cada reunión –y fueron miles–, cada celebración. Valió la pena, sobre todo, porque éramos la Iglesia Viva de Nuestro Señor. Que canta, reza y llora. Que se alegra, se entristece, se llena de esperanza y confianza. Que se encuentra en Jesús y con el Jesús Vivo. Que se reúne en torno al Pastor y se alegra con solo verlo pasar. La Iglesia Viva de Nuestro Señor, donde todos somos hijos e hijas muy amados, todos, todos, todos».
Mirando hacia adelante, el Padre Américo reconoce que «solo Dios conoce el futuro. Solo Dios sabe lo que le espera a cada uno de los peregrinos de la JMJ Lisboa2023». Pero está seguro de una cosa: «Oraré por todos, todos, todos, hasta el final de mi vida». Y concluye citando a dos compatriotas: «Como decía Teixeira de Pacoaes, ‘extraño el futuro’ … y como desafía el poeta de Arrábida, Sebastião da Gama, ‘Por el sueño vamos’».
La Jornada Mundial de la Juventud se ha consolidado como un colosal éxito de la Iglesia. Han pasado ya cuatro décadas desde que Juan Pablo II iniciara la tradición. Con su habitual clarividencia, el Papa polaco encontró una magnífica herramienta para unir dos fenómenos que los tiempos traían de la mano: el empuje de la juventud y el avance de la globalización.
Tras la primera experiencia de 1984, en El Vaticano, las Jornadas han recorrido el mundo: Roma, Buenos Aires, Santiago de Compostela, Częstochowa, Denver, Manila, París, Toronto, Colonia, Sidney, Madrid, Río de Janeiro, Cracovia, Ciudad de Panamá y, el año pasado, Lisboa. El que viene volverá a Roma, y en 2027 tendrá lugar en Seúl.