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La guerra olvidada de Sudán

«Estaba convencido de que no podríamos salir de Jartum. Había una posibilidad real de morir». Luis Miguel Muñoz Cárdaba recuerda aquellas horas de angustia de abril en la capital de Sudán cuando arreciaron los enfrentamientos. «Las hermanas eritreas de la Nunciatura no dejaban de repetir que Dios nos iba a ayudar. Yo era más realista. Tenían razón y el milagro ocurrió». Entre disparos de ametralladoras y artillería pesada escaparon gracias al heroísmo de un empleado que regresó en coche para sacarlos de allí: «Salimos rezando y llorando, sin saber lo que nos esperaba y en manos de Dios». El diplomático habla para ECCLESIA en Roma, donde ha podido departir con el Santo Padre. «Expuse al Papa la situación de Sudán. El sufrimiento de tanta gente y los nuestros. Escuchaba con mucha atención», comenta.

Su relato se remonta a unos hechos de hace seis meses ya. Fue un 15 de abril cuando las tensiones entre el Ejército regular y el grupo paramilitar de las Fuerzas de Apoyo Rápido —llamados a encauzar a Sudán hacia la democracia— explotaron en forma de conflicto armado. «La mayoría de la población está en medio e intenta simplemente salvar la vida. Lo peor es que esta confrontación degenere en guerra civil», teme. Las comunicaciones no han mejorado mucho, pero Muñoz Cárdaba consigue hablar con cierta asiduidad con los obispos que han permanecido allí. Le cuentan que la situación en algunos lugares es estable, pero que el panorama general es sombrío. Le duele especialmente que los reflectores ya no apunten a este país: «Por desgracia, es una guerra olvidada».

Algunas ONG apuntan a que los muertos serían unos 8.000, pero es difícil cuantificarlos, así como los desplazados internos que podrían alcanzar los cinco millones. Un desastre para una zona ya herida por la guerra, puesto que Sudán acogía a muchos refugiados de Sudán del Sur que ahora se han visto obligados a volver sobre sus pasos. La mayoría son cristianos y el nuncio asegura que son los más pobres. 

El derrocamiento de Omar al-Bashir en 2019 perseguía una democracia que ha muerto antes de nacer. «Cuando llegué a Sudán era un momento de esperanza. Muchos de los embajadores me decían que iba a ser ejemplo de una transición democrática desde una dictadura. Los obispos eran menos optimistas. Y, por desgracia, los hechos han confirmado que tenían razón», lamenta.

La Nunciatura fue saqueada y, quizá, destruida por las bombas. El caos es tal en Jartum que el nuncio no lo sabe. Él quiso permanecer cerca de Sudán, en Eritrea, con la idea de regresar cuanto antes: «Me equivoqué, porque el conflicto continúa. Existen los milagros y, por eso, invito a rezar y a no olvidar a Sudán. Ojalá pueda volver», dice. 

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